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No le faltaba más que el palo para parecerse a los que en vísperas de Navidad conducen por las calles las manadas de pavos. ¡Cómo se clareaba el despotismo hasta en sus menores movimientos! Doña Paca era la res humilde que va a donde la llevan, aunque sea al matadero; Juliana el pastor que guía y conduce.

Sus amigos, que le conocían bien, descubrían en él menos entereza para desempeñar el papel de libertino, y a menudo se le clareaba la buena índole al través de la máscara. A Maximiliano le contaron que habían sorprendido a Olmedo en el Retiro estudiando a hurtadillas. Cuando le vieron sus amigos, escondió los libros entre el follaje, porque le sabía mal que le descubrieran aquella flaqueza.

Pero por respeto a ti y a misma y a la familia, no hice nada. ¡Contarle a tu mamá mis sospechas!... ¿Para qué?, ¿para disgustarla sin ventaja ninguna?... Guillermina, con quien únicamente me clareaba, decíame siempre: «paciencia, hija, paciencia». Y por fin llegaba yo a tenerla, y el molinillo que me daba vueltas en el corazón, molía, haciéndomelo polvo, y yo aguanta que aguanta, siempre callada, poniendo cara de Pascua y tragando hiel, tragando hiel.

Ni la plática afectuosa y elocuente del penitenciario, ni las bromas incesantes de Manuel Antonio mientras tomaban el desayuno, ni las caricias de Jovita, ni la alegría afectada, ruidosa, de su padre lograban sacarla de su extraña distracción. Clareaba el día, un día triste, nublado, que se filtraba melancólicamente por los cristales.

Figurábase que ofendía a los demás, haciendo ver la supremacía de su hijo entre todos los hijos nacidos y por nacer. No quería tampoco profanar, haciéndolo público, aquel encanto íntimo, aquel himno de la conciencia que podemos llamar los misterios gozosos de Barbarita. Únicamente se clareaba alguna vez, soltando como al descuido estas entrecortadas razones: «¡Ay qué chico!... ¡cuánto lee!

Ocurriole escribir a Fortunata, encargándole que no hiciera caso alguno de lo que le dijesen las monjas acerca de la vida espiritual, la gracia y el amor místico... Otro disparate. Por fin se fue calmando, y la razón se clareaba un poco tras aquellas nieblas. Las once serían ya, cuando desde su cuarto sintió un grande altercado entre doña Lupe y Papitos.

Clareaba el alba en la cima de los montes, y sobre la esplendorosa claridad del sol naciente se dibujaban los perfiles boscosos de los cerros de Villaverde, las grandes moles de la cordillera meridional, y las montañas de Pluviosilla envueltas en los vapores matinales que parecían gasas hechas girones en los picachos.

Clareaba el horizonte y soplaba un viento húmedo y caliente, propio de primavera y de tiempo achubascado. El carruaje rodaba por la carretera, haciendo saltar nubes de lodo. Era una carretela vieja que en otro tiempo debió de pertenecer a un particular. Obdulia se colocó en la trasera y el P. Gil en la delantera, lo más lejos posible. Siguió mostrándose serio y taciturno, más aún que antes.

Bromeaba para alegrar á sus acompañantes, con aquel regocijo de virgen atrevida y dolorosa que iba esparciendo un pálido rayo de sol septentrional por ambulancias y hospitales. Parecía fabricada toda ella con pasta de hostia, frágil, anémica, de una blancura que clareaba á la luz, lo mismo que un cristal turbio.

Cuando ya clareaba el día, sintió ruido en la casa; mas al punto comprendió lo que era. «Ya está en pie la rata eclesiástica. Ahora se va a oír siete misas lo menos... y a tratar de a la Santísima Trinidad. ¡Pobrecilla, qué sacará de eso!... Pero en fin, saque o no saque, es una felicidad ser así...». iv