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Pueblo a pueblo se ha estado defendiendo un siglo entero del francés, huyéndole unas veces, otras cayéndole encima, con todo el empuje de los caballos, y despedazándole el ejército: China le mandó sus jinetes de pelea, porque tampoco quieren los chinos al extranjero en su tierra, y echarlo de Anam era como echarlo de China: pero él francés es de otro mundo, que sabe más de guerras y de modos de matar; y pueblo a pueblo, con la sangre a la cintura, les ha ido quitando el país a los anamitas.

En una de esas peleas de reyes andaba por Anam un obispo francés, que hizo creer al rey vencido que Luis XVI de Francia le daría con qué pelear contra el que le quitó el mando al de Anam: y el obispo se fue a Francia con el hijo del rey, y luego vino solo, porque con la revolución que había en París no lo podía Luis XVI ayudar; juntó a los franceses que había por la India de Asia: entró en Anam; quitó el poder al rey nuevo; puso al rey de antes a mandar.

En la aldea de Anam, con las casas ligeras de techo de picos y corredores, se ve al cochinchino, sentado en la estera leyendo en su libro, que es una hoja larga, enrollada en un palo; y a otro, un actor, que se pinta la cara de bermellón y de negro; y al bonzo rezando, con la capucha por la cabeza y las manos en la falda.

En el teatro les cuentan los cómicos las historias de cuando Anam era país grande, y de tanta riqueza que los vecinos lo querían conquistar; pero había muchos reyes, y cada rey quería las tierras de los otros, así que en las peleas se gastó el país, y los de afuera, los chinos, los de Siam, los franceses, se juntaban con el caído para quitar el mando al vencedor, y luego se quedaban de amos, y tenían en odio a los partidos de la pelea, para que no se juntasen contra el de afuera, como se debían juntar, y lo echaran por entrometido y alevoso, que viene como amigo, vestido de paloma, y en cuanto se ve en el país, se quita las plumas, y se le ve como es, tigre ladrón.

En Anam el teatro no es de lo que sucede ahora, sino la historia del país; y la guerra que el bravo An-Yang le ganó al chino Chau-Tu; y los combates de las dos mujeres, Cheng Tseh y Cheng Urh, que se vistieron de guerreras, y montaron a caballo, y fueron de generales de la gente de Anam, y echaron de sus trincheras a los chinos; y las guerras de los reyes, cuando el hermano del rey muerto quería mandar en Anam, en lugar de su sobrino, o venía el rey de lejos a quitarle la tierra al rey Hue.

Y cuentan, y pelean, y saludan, y conversan, y hacen que toman , y entran por la puerta de la derecha, y salen por la puerta de la izquierda: y la música toca sin parar, con sus platillos y su timbalón y su clarín y su violinete; y es un tocar extraño, que parece de aullidos y de gritos sin arreglo y sin orden, pero se ve que tiene un tono triste cuando se habla de muerte, y otro como de ataque cuando viene un rey de ganar una batalla, y otro como de procesión de mucha alegría cuando se casa la princesa, y otro como de truenos y de ruido cuando entra, con su barba blanca, el gran sacerdote y cada tono lo adornan los músicos como les parece bien, inventando el acompañamiento según lo van tocando, de modo que parece que es música sin regla, aunque si se pone bien el oído se ve que la regla de ellos es dejarle la idea libre al que toca, para que se entusiasme de veras con los pensamientos del drama, y ponga en la música la alegría, o la pena, o la poesía, o la furia que sienta en el corazón, sin olvidarse del tono de la música vieja, que todos los de la orquesta tienen que saber, para que haya una guía en medio del desorden de su invención, que es mucho de veras, porque el que no conoce sus tonos no oye más que los tamborazos y la algarabía; y así sucede en los teatros de Anam que a un europeo le da dolor de cabeza, y le parece odiosa, la música que al anamita que está junto a él le hace reír de gusto, o llorar de la pena, según estén los músicos contando la historia del letrado pobre que a fuerza de ingenio se fue burlando de los consejeros del rey, hasta que el consejero llegó a ser el pobre, o la otra historia triste del príncipe que se arrepintió de haber llamado al extranjero a mandar en su país, y se dejó morir de hambre a los pies de Buda, cuando no había remedio ya, y habían entrado a miles en la tierra cobarde los extranjeros ambiciosos, y mandaban en el oro y las fábricas de seda, y en el reparto de las tierras, y en el tribunal de la justicia los extranjeros, y los hijos mismos de la tierra ayudaban al extranjero a maltratar al que defendía con el corazón la libertad de la tierra: la música entonces toca bajo y despacio, y como si llorase, y como si se escondiese debajo de la tierra: y los actores, como si pasase un entierro, se cubren con las mangas del traje las caras.

Pero quien mandaba de veras eran los franceses, que querían para ellos todo lo del país, y quitaban lo de Anam para poner lo suyo, hasta que Anam vio que aquel amigo de afuera era peligroso, y valía más estar sin el amigo, y lo echó de una pelea de la tierra, que todavía sabía pelear: sólo que los franceses vinieron luego con mucha fuerza, y con cañones en sus barcos de combate, y el anamita no se pudo defender en el mar con sus barcos de junco, que no tenían cañones; ni pudo mantener sus ciudades, porque con lanzas no se puede pelear contra balas; y por Saigón, que fue por donde entró el francés, hay poca piedra con que fabricar murallas; ni estaba el anamita acostumbrado a ese otro modo de pelear, sino a sus guerras de hombre a hombre, con espada y lanza, pecho a pecho los hombres y los caballos.

Parece chino el palacio de Anam, con sus maderas pintadas de rojo y azul, y en el patio un dios gigante del bronce de ellos, que es como cera muy fina de color de avellana, y los techos y las columnas y las puertas talladas a hilos, como los nidos, o a hojas menudas, como la copa de los árboles.

Para defenderse del siamés, entró en amistades con el chino, que le dijo muchos amores, y lo recibió con procesiones y fuegos y fiestas en los ríos, y le llamó «querido hermano». Pero luego que entró en la tierra de Anam, lo quiso mandar como dueño, hace como dos mil años: ¡y dos mil años hace que los anamitas se están defendiendo de los chinos!