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Vamos a subir, con los noruegos de barba colorada, con los negros senegaleses de cabello lanudo, con los anamitas de moño y turbante, con los árabes de babuchas y albornoz, con el inglés callado, con el yanqui celoso, con el italiano fino, con el francés elegante, con el español alegre, vamos a subir por encima de las catedrales más altas, a la cúpula de la torre de hierro.

Miles de años han pasado, y hay miles de pagodas. Allí van los anamitas tristes, que ya no encuentran en la tierra ayuda, y la van a pedir a lo desconocido del cielo. Y al teatro van para que no se les acabe la fuerza del corazón. ¡En el teatro no hay franceses!

La afición de doña Luz no se diferenciaba a sus ojos de la que le tuvieron estos o aquellos neófitos indios, chinos o anamitas, salvo en ser la afición de doña Luz más de estimar por la excelencia de la persona que la sentía, en quien el Padre hallaba un sin número de brillantes calidades: un espíritu cultivadísimo y capaz de elevarse a las esferas más encumbradas del pensamiento y un corazón lleno de afectos tiernos, nobles y puros.

Los anamitas, encuclillados, oyen la historia, que no cuentan los cómicos hablando o cantando, como en los dramas o, en las óperas, sino con una música de mucho ruido que no deja oír lo que dicen los cómicos, que vienen vestidos con túnicas muy ricas, bordadas de flores y pájaros que nunca se han visto, con cascos de oro muy labrados en la cabeza, y alas en la cintura, cuando son generales, y dos plumas muy largas en el casco, si son príncipes: y si son gente así, de mucho poder, no se sientan en las sillas de siempre, sino en sillas muy altas.

Los anamitas se pasean, callados, a paso igual y triste, con las manos en los bolsillos de la blusa azul. Trabajan. Parecen plateros finos en todo lo que hacen, en la madera, en el nácar, en la armería, en los tejidos, en las pinturas, en los bordados, en los arados. No aran con caballo ni con buey, sino con búfalo. La tela de los vestidos la pintan a mano.

Desde que viven en la esclavitud, van mucho los anamitas a sus pagodas, porque allí les hablan los sacerdotes de los santos del país, que no son los santos de los franceses: van mucho a los teatros, donde no les cuentan cosas de reír, sino la historia de sus generales y de sus reyes: ellos oyen encuclillados, callados, la historia de las batallas.

También, y tanto como los más bravos, pelearon, y volverán a pelear, los pobres anamitas, los que viven de pescado y arroz y se visten de seda, allá lejos, en Asia, por la orilla del mar, debajo de China.

Para defenderse del siamés, entró en amistades con el chino, que le dijo muchos amores, y lo recibió con procesiones y fuegos y fiestas en los ríos, y le llamó «querido hermano». Pero luego que entró en la tierra de Anam, lo quiso mandar como dueño, hace como dos mil años: ¡y dos mil años hace que los anamitas se están defendiendo de los chinos!

Por encima de todo, en lo más alto de la pared, hay una estatua de Buda. Al salir del teatro, los anamitas van hablando mucho, como enojados, como si quisieran echar a correr, y parece que quieren convencer a sus amigos cobardes, y que los amenazan. De la pagoda salen callados, con la cabeza baja, con las manos en los bolsillos de la blusa azul.

A eso llegan los pueblos que se cansan de defenderse: a halar como las bestias del carro de sus amos: y el amo va en el carro, colorado y gordo. Los anamitas están ahora cansados. A los pueblos pequeños les cuesta mucho trabajo vivir. El pueblo anamita se ha estado siempre defendiendo. Los vecinos fuertes, el chino y el siamés, lo han querido conquistar.