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Métete ahí ordenó imperiosamente, mientras reparaba el desorden de sus ropas ligeras. Vacilaba él, no pudiendo adivinar el lugar señalado. ¿Dónde quería que se escondiese en aquella pieza tan pequeña?... Pero la muchacha le empujó rudamente, mientras seguían los repiqueteos en la puerta y las voces temblonas y amenazantes.

Claro: se había ido a su tierra, huyendo de la furia de Ponte... pero él estaba decidido a no parar hasta descubrirle, y obligarle a cumplir como caballero, aunque se escondiese en el último rincón del Atlas. «Si venier galán bunito dijo el moro riendo tan estrepitosamente, que los extremos de su boca se le enganchaban en las orejas , dar él patás mochas.

Pero, como naturalmente tiene la mujer ingenio presto para el bien y para el mal más que el varón, puesto que le va faltando cuando de propósito se pone a hacer discursos, luego al instante halló Camila el modo de remediar tan al parecer inremediable negocio, y dijo a Lotario que procurase que otro día se escondiese Anselmo donde decía, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad para que desde allí en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y, sin declararle del todo su pensamiento, le advirtió que tuviese cuidado que, en estando Anselmo escondido, él viniese cuando Leonela le llamase, y que a cuanto ella le dijese le respondiese como respondiera aunque no supiera que Anselmo le escuchaba.

Pero ya te acuerdas, Andrés, que yo juré que si no te pagaba, que había de ir a buscarle, y que le había de hallar, aunque se escondiese en el vientre de la ballena. -Así es la verdad -dijo Andrés-, pero no aprovechó nada. -Ahora verás si aprovecha -dijo don Quijote. Y, diciendo esto, se levantó muy apriesa y mandó a Sancho que enfrenase a Rocinante, que estaba paciendo en tanto que ellos comían.

Y cuentan, y pelean, y saludan, y conversan, y hacen que toman , y entran por la puerta de la derecha, y salen por la puerta de la izquierda: y la música toca sin parar, con sus platillos y su timbalón y su clarín y su violinete; y es un tocar extraño, que parece de aullidos y de gritos sin arreglo y sin orden, pero se ve que tiene un tono triste cuando se habla de muerte, y otro como de ataque cuando viene un rey de ganar una batalla, y otro como de procesión de mucha alegría cuando se casa la princesa, y otro como de truenos y de ruido cuando entra, con su barba blanca, el gran sacerdote y cada tono lo adornan los músicos como les parece bien, inventando el acompañamiento según lo van tocando, de modo que parece que es música sin regla, aunque si se pone bien el oído se ve que la regla de ellos es dejarle la idea libre al que toca, para que se entusiasme de veras con los pensamientos del drama, y ponga en la música la alegría, o la pena, o la poesía, o la furia que sienta en el corazón, sin olvidarse del tono de la música vieja, que todos los de la orquesta tienen que saber, para que haya una guía en medio del desorden de su invención, que es mucho de veras, porque el que no conoce sus tonos no oye más que los tamborazos y la algarabía; y así sucede en los teatros de Anam que a un europeo le da dolor de cabeza, y le parece odiosa, la música que al anamita que está junto a él le hace reír de gusto, o llorar de la pena, según estén los músicos contando la historia del letrado pobre que a fuerza de ingenio se fue burlando de los consejeros del rey, hasta que el consejero llegó a ser el pobre, o la otra historia triste del príncipe que se arrepintió de haber llamado al extranjero a mandar en su país, y se dejó morir de hambre a los pies de Buda, cuando no había remedio ya, y habían entrado a miles en la tierra cobarde los extranjeros ambiciosos, y mandaban en el oro y las fábricas de seda, y en el reparto de las tierras, y en el tribunal de la justicia los extranjeros, y los hijos mismos de la tierra ayudaban al extranjero a maltratar al que defendía con el corazón la libertad de la tierra: la música entonces toca bajo y despacio, y como si llorase, y como si se escondiese debajo de la tierra: y los actores, como si pasase un entierro, se cubren con las mangas del traje las caras.

Todo lo sufría, hasta que un día un muchacha se atrevió a decirme a voces hijo de una hechicera; lo cual, como lo dijo tan claro, que aún si lo dijera turbio no me pesara, agarré una piedra, y descalabréle. Fuíme a mi madre corriendo, que me escondiese, y contéla el caso todo. A lo cual me dijo: "Muy bien hiciste; bien muestras quién eres; sólo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo."

Es natural que Juanita no se escondiese ni huyese, porque ni ella era medrosa ni don Andrés era el bu ni una fiera. Don Andrés era un caballero muy bien educado, pulcro y finísimo, soltero, que no había cumplido aún cuarenta años, y verdadero amo y señor de Villalegre, donde hacía ya ocho años que reinaba con lo que podemos calificar de despotismo ilustrado.

Unos me decían «zape» cuando pasaba y otros «miz». Cuál decía: -Yo la tiré dos berenjenas a su madre cuando fue obispa. Al fin, con todo cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me faltaron, gloria a Dios. Fuime a mi madre corriendo que me escondiese; contéla el caso; díjome: -Muy bien hiciste; bien muestras quién eres; sólo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo.