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Imagínenselo triste, rabioso, colérico ¡colérico él, Dios mío! viendo acaso en el espanto y horror de sus ojos desmesuradamente abiertos, descender sobre su patria como un sudario de muerte, y sobre su corazón como una mano de hierro.... Perseguido por los Agentes españoles salió de Fernandina y llegó a New York. Allí le volvió la vida: ¡podía salvar parte de las armas apresadas!

Pero el valentón sonreía bondadosamente, satisfecho de mostrarse prudente y paternal con este viejo rabioso; y así fué conduciéndole hasta su barraca, donde quedaron él y los amigos vigilándolo, dándole consejos para que no cometiese un disparate. ¡Mucho ojo, tío Barret! Aquella gente era de justicia, y el pobre siempre pierde metiéndose con ella. Calma y mala intención, que todo llegará.

Y don Salvador cogió una jofaina llena de agua y la puso en el suelo al lado del perro, que comenzó a beber con avaricia, agitando la cola. Cachucha abrió inmensamente los ojos y dijo: ¡Calla; pues es verdad; bebe agua! Y volviéndose indignado contra la muchedumbre, añadió: ¡Pedazos de brutos, animales! ¿Por qué me habéis dicho que estaba rabioso?

El perro indignado ante aquel recibimiento tan poco hospitalario, gruñó sordamente, enseñándole al mismo tiempo su robusta dentadura y su encendida boca. ¿Estará rabioso? se preguntó el hombre. Y dándose él mismo una respuesta afirmativa, le arrojó el palo con fuerza y entró en la casa gritando: ¡Un perro rabioso!... ¡Mi escopeta, mi escopeta!

Percibió en su boca un roce dulce, algo suave que le acariciaba sedosamente, y poco a poco fue extremando su contacto hasta convertirse en un beso frenético, desesperado, rabioso de dolor. El herido, antes de perder la vista, sonrió débilmente al reconocer junto a sus ojos unos ojos lacrimosos de amor y de pena: los ojos de Margalida.

Ella le contempló con desaliento, como si se quejase, haciéndolo responsable de su desgracia. «¿Por qué me has abandonadoEl príncipe huyó: le hacía daño verla con aquel aspecto humilde y rabioso de cordero en peligro, que bala de pena y se defiende. Al anochecer volvió al Casino. Aún había quien se ocupaba de la duquesa, pero en voz baja, con ademanes tristes, como si hablase de un moribundo.

Cuando, al presentarse el mayordomo, vio que intentábamos forzar la puerta de la princesa, se puso enfurecido como jamás le he visto: con una cólera de cordero rabioso. Nos faltó al respeto, amenazándonos con llamar al comandante para que nos metiese en la barra. A me prometió cambiarme de camarote hoy mismo, para que no repita mis intentos.

Oh, no! es mío. Broma?... , es broma! ¡es broma, ! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío... Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él. Kassim se demudó. Haces mal... podrían verte. Perderían toda confianza en . ¡Oh! cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta. Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó en su taller bajo llave.

Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz desesperada de mamá. ¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡Dile a tu marido!...

Sacudírselo no podía el animal rabioso, porque la coyuntura de la rodilla la tiene el elefante tan cerca del pie que apenas le sirve para doblarla. ¿Y cómo se salva de allí el cazador? Corre bramando el elefante.