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Por la puerta, que dejó abierta, se veía, allá en el fondo, pasar los negros sirviendo te a los empleados: en la primera pieza, después del salón rojo, algunos de éstos, de pie, fumaban y charlaban, familiarmente, pero Esteven, aunque miró al descuido alguna vez, no percibió al viejo Vargas y sus ojillos de víbora, y eso que ahí estaba en su sillón de cuero, sin levantar cabeza el excelente hombre.

Al final había una puerta de donde arrancaba una escalerilla interior. Apenas hubo subido cuatro o cinco peldaños, se sintió cogida fuertemente por el brazo y dejó escapar un grito de susto. Al volverse percibió con dificultad el rostro pálido y angustiado de su novio. ¡Ricardo! ¿Qué haces aquí? Vi que salías del comedor y te he seguido. ¿Para qué?

El único rumor que fácilmente se percibió era una bullanga de alas vivamente agitadas, cual si todas las palomas del mundo estuvieran entrando y saliendo en la sala mortuoria y rozaran con sus plumas el techo y las paredes. Celinina se puso en pie, extendió los brazos hacia arriba, y al punto le nacieron unas alitas cortas y blancas. Batiendo con ellas el aire, levantó el vuelo y desapareció.

Laura adivinó perfectamente lo que pasaba en aquel espíritu ardiente y delicado, y guardó silencio. Al cabo de un rato, el oído de Octavio, fino como el de un tísico, percibió entre la niebla un rumor. Volvió entonces el rostro hacia la condesa, y dirigiéndole una sonrisa le dijo con voz apagada: Hasta luego. ¿Cómo? ¿Se marcha usted? : pronto nos veremos.

Después que la apretó la mano y le expresó cuánto sentía, etc., etc., dio vuelta, y secándose los ojos para ver algo, percibió una silla vacía y fue a sentarse en ella. Los circunstantes guardaban silencio y se mantenían en la actitud rígida y dolorosa adecuada a las circunstancias.

Su cuerpo fino, delgado, vestido con negra sotana, parecía una columna de ébano destinada a sostener aquella cabeza. Dejose anegar por la onda tibia, bebiendo lentamente su dulzura, palpitando bajo su caricia como un pájaro prisionero. Alzó los ojos a la ventana. Por entre las rejas percibió el azul del firmamento, trasparente, infinito, convidando a volar por él. El cielo reía.

Cuando llamó a la puerta de su suegro percibió algo que le inquietó. Tardaban en abrirle: creyó oír un gemido doloroso y llamó de nuevo con sobresalto. La criada tenía la fisonomía descompuesta y le miró con ojos extraviados. ¿Qué pasa? exclamó anhelante. Pero en aquel instante su suegra salió de uno de los cuartos y se abrazó a él sollozando.

Al oír Morsamor las palabras de Urbási, retrajo a su memoria la imagen de Beatricica y pensó tenerla allí presente y que ella le encadenaba entre sus brazos y le besaba y le acariciaba. Como si hiriesen otra vez sus oídos, percibió las palabras de la vieja gitana que le dijo en Sevilla la buenaventura. Los cabellos de Morsamor se erizaron de espanto.

Cuando saltó a bordo, el capitán le dijo con malos modos que hacía quince minutos que aguardaban por él: no le causó ningún efecto la reprensión. Subió al puente; en el momento de arrancar el buque, percibió en el balcón corrido de la casa de D. Valentín la figura de la niña.

Se sintió halagada por el contacto de la sociedad; percibió en su cerebro como un saludo de bienvenida, y voces simpáticas llamándola a otro mundo y esfera para ella desconocida. Y como la humana soberbia afecta desdeñar lo que no puede obtener, en su interior hizo un gesto de desprecio a todo el pasado de ilusiones despedazadas y muertas. Ella también despreciaba una corona.