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He observado que el amor a las letras, que es en tan vivo y constante, como lo fué siempre en este pobre viejo, suele quitar a las gentes el sentido práctico. Los literatos no entienden sino de libros, de su arte, y no sirven para otra cosa. Déjate un poco de versos y libros, y aplícate al trabajo. Serás más feliz que yo. Don Román me abrazaba, y me acariciaba la frente apesarado y conmovido.

Y para dar más fuerza a sus ruegos se abrazaba a Rafael, acariciaba su cabeza caída y pensativa, dentro de la cual se agitaban tempestuosas las ideas, removiendo profundamente su voluntad.

Y por una de esas reacciones que deshonran en un instante los mejores impulsos, recordé esas estatuas apoyadas en un soporte que las mantiene en equilibrio y que caerían inevitablemente si les faltara aquel punto de sustentación. Por entonces me comunicó Agustín la realización de un proyecto que aquel honrado corazón acariciaba desde largo tiempo; ya recordará usted que lo tenía anunciado.

Y se frotaba las manos colosales, sonriendo a una idea que, si acariciaba tiempo hacía allá en su interior, jamás se le había presentado tan clara y halagüeña como entonces. ¡Qué mejor esposo podían desear sus hijas que el primo Ulloa!

Siéntese usted, joven. Está usted en su casa: ya sabe que le considero como de la familia. Y el senador don Gaspar Jiménez acariciaba a Maltrana con aquellas palmaditas protectoras que enorgullecían al joven. Estaba en el despacho del personaje, habitación amueblada con la severidad que correspondía a un hombre de su importancia y su seso. Las sillas eran de cuero, las paredes obscuras.

Cuando volvieron, el conde acariciaba tiernamente la mano de su querida y sonreía, al hablar, con arrobada expresión de felicidad. Muchas veces me he propuesto dejar de verte. Por la noche, estando a solas en la cama, me entran terribles remordimientos. Entonces me digo: «Es necesario que esto concluya.

Otras veces veíala nacer por partes, asomando ahora un miembro, luego otro, hasta que toda entera aparecía en el reino de la luz. Bringas las acariciaba, prestándoles aquella atención de hombre práctico que no excluía en él las desazones espasmódicas de la creación genial. Contando mentalmente, decía: «Goma laca: dos reales y medio.

No le hacía ya maldito caso Zorraquín, y acariciaba el sable, como si fuera aquella arma necesaria para encaminar almas al cielo; movía alternativamente una y otra pierna, resollaba fuerte, se acariciaba la cerdosa barba, hasta que una destemplada voz sonó en la calle, gritando... «¡Zorraquín!» y tras esta palabra otra no muy edificante ni culta.

No quiere obedecer a mamá... Pero es un ángel, un verdadero ángel.» Y acariciaba sus cortos cabellos con una mano temblona de emoción. Se habían sentado en un banco, colocándose ella entre los dos. ¡Qué felicidad!... Su padre a un lado, y al otro su hombre.

Sin recordar la suya hacia el pobre viejo paralítico que Dios le había dado por esposo, ni pensar en que su falta había truncado la vida del conde, amenazado de morir en la soledad, sin familia que endulzara sus últimos días, hacía pesar sobre él toda la responsabilidad del delito y toda la amargura que ahora sentía al desprenderse del único placer que la acariciaba en aquella lúgubre y monótona existencia. ¡El único placer!