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Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.

Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido. Su mujer no lo sintió. No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.

Después hablaremos... acuéstate. ¡Mi brillante! Bueno, veremos si es posible... acuéstate. Dámelo! La bola montó de nuevo a la garganta. Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas horas ya. María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.

María, te pueden ver! Toma! ¡ahí está tu piedra! El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso. Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer. Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra? No repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.

Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento. Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad. ¡Y eres un hombre, ! murmuraba. Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos. No eres feliz conmigo, María expresaba al rato.

Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya ¡y con cuánta pasión deseaba ella! trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.

Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim. No más sueños de lujo, sin embargo.

Es mentira, Kassim le dijo. ¡Oh! repuso Kassim sonriendo no es nada. ¡Te juro que es mentira! insistió ella. Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano. ¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada. Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos, lo siguió con la vista. Y no me dice más que eso... murmuró.

¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo? ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo! concluía con risa nerviosa, yéndose. Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados. ... ¡no es una diadema sorprendente!... ¿cuando la hiciste?

A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos. Si quieres hacerlo después... se atrevió Kassim. Es un trabajo urgente. Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.