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9 Y el sacerdote respondió: El cuchillo de Goliat el filisteo, que venciste en el valle del Alcornoque, está aquí envuelto en un velo detrás del efod; si quieres tomarlo, tómalo; porque aquí no hay otro sino ese. Y dijo David: No hay otro tal; dámelo. 10 Y levantándose David aquel día, huyó de la presencia de Saúl, y se fue a Aquis rey de Gat.

Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fué a su cuarto. No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vió luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después, éste oyó un alarido. ¡Dámelo! , es para ti; falta poco, María repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.

Y con las alabanzas de los inteligentes crecían los deseos de mi amigo. «¡Remoño, no seas cabezota!... Dámelo por cuatro, que es lo que valeDeseaba ponerse majo al bajar a tierra; hablaba de cierta chica de su pueblo que estaba sirviendo en Buenos Aires... Al embocar el río de la Plata casi lloraba de rabia. «Me alargo hasta cinco.

Váyase al rayo, y guárdese sus colchones, que yo tengo un camastro hecho de sacos de trapo, con una manta por encima, que es la gloria divina.... Ya lo quisiera usted.... Aquéllo que es rico para dormir á pierna suelta.... Pues dámelo, dámelo, tía Roma dijo el avaro con aflicción.

Dámelo... lo tocaré yo... flin flan... ¡Ay!, no qué tiene esto... ¡da un gusto oírlo! Parece que alegra toda la casa. Y salió tocando por los pasillos y diciendo a Jacinta: «Bonito juguete... ¿verdad? Ponte la mantilla, que ahora mismo vamos a llevárselo, flin flan...». Final, que viene a ser principio i Quien manda, manda.

Dámelo, aunque tus labios tengan veneno. Mira que muero de ganas de pasar esas fatigas y de que me hagas desgraciado. ¡Suelta, traidor, suelta! La gente reía. Las gitanas tiraban de su compañera mientras los hombres, que se habían parado, animaban al guapo gritándole: ¡Anda! ¡Oblígala!... ¡Que pague la guasita!

Roberto había dado un salto y se mesaba los cabellos. Sus ojos, fijos en el anciano, resplandecían en la obscuridad. Ese cuaderno, dámelo; ¿dónde está? El doctor le explicó el peligro que corría el secreto de Olga y la inquietud que esto le causaba a él mismo. ¡Espérate, voy a ir a buscarlo! exclamó Roberto dirigiéndose hacia la puerta. El anciano lo detuvo.

Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas. ¡Dame el brillante! clamó. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para ! ¡Dámelo! María... tartamudeó Kassim, tratando de desasirse. ¡Ah! rugió su mujer enloquecida. ¡ eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón!

Después hablaremos... acuéstate. ¡Mi brillante! Bueno, veremos si es posible... acuéstate. Dámelo! La bola montó de nuevo a la garganta. Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas horas ya. María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.

Cuando lo tenéis en el bolsillo gastáis sin reparo. En este punto lo mismo eres que tu mujer. Dámelo a y yo os iré facilitando poco a poco lo que necesitéis. Así lo prometió sin reparar lo que hacía. Cuando llegó Carlota se apresuró a comunicarle lo que con su madre le había pasado. La joven se puso igualmente colorada. Ambos permanecieron silenciosos un rato sin saber qué decirse.