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Actualizado: 31 de mayo de 2025
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos. Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario. Una agua admirable... prosiguió él costará nueve o diez mil pesos. Un anillo! murmuró María al fin. No, es de hombre... Un alfiler.
Oh, no! es mío. Broma?... Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío... Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él. Kassim se demudó. Haces mal... podrían verte. Perderían toda confianza en mí. ¡Oh! cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta. Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó en su taller bajo llave.
Desde el martes mirábala él con descolorida ternura dormías de noche... ¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes! Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos.
Y creías que no me iba a desquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame... no se te había ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de un botín. ¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable! Kassim la ayudó a levantarse, lívido. Estás enferma, María.
Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas. ¡Dame el brillante! clamó. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo! María... tartamudeó Kassim, tratando de desasirse. ¡Ah! rugió su mujer enloquecida. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón!
Kassim se levantaba al oir sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo. Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, decía él al fin, tristemente. Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco. Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué?
A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fué al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana. Fué al taller y volvió de nuevo.
¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú... y tú... ni un miserable vestido que ponerme, tengo! Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles. La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes.
Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos se arqueron, y nada más. La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.
Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor cinco mil pesos en dos solitarios. Buscó en sus cajones de nuevo. ¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí. Sí, lo he visto. ¿Dónde está? se volvió extrañado. ¡Aquí! Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto. Te queda muy bien dijo Kassim al rato. Guardémoslo. María se rió.
Palabra del Dia
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