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Actualizado: 3 de junio de 2025
A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fué al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana. Fué al taller y volvió de nuevo.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluída debía partir, no era para ella, caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto.
En el hogar, momentos antes encendido, no quedó de allí a poco más que un montoncillo de cenizas, y envueltos entre su tibio rescoldo se veían relucir los broches de un libro de horas, y los alambres del metálico engarce de un rosario. El sacrificio estaba consumado. La conciencia de Lázaro se resistió siempre a darle el nombre de apostasía.
A esto oír se levantó María entre turbada y pesarosa, y desdoblando un listón, lo pasó por la rodilla manca del soldado, aquélla que apoyaba sobre el zoquete de madera, y asimismo, relatando en silencio unos como versos o nóminas, ató luego los dos cabos del listón, diciendo: Mendigo, así te engarce tu rodilla como enlazados quedan estos dos cabos; y decir esto y levantarse el soldado, arrojando el palitroque de la rodilla, y repetir a gritos ¡milagro, milagro!, fué todo un punto.
Palabra del Dia
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