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ABIND. A tu servicio, y que fuera Muerto, aquí vida tuviera, Mi cielo hermoso y sereno. JARIFA. ¿Cómo has pasado mi ausencia? ABIND. Como sin ti, mi Jarifa; Que es donde batalla y rifa El seso con la paciencia. No me han faltado recelos, Miedos y desconfianzas. JARIFA. ¿Miedos de qué? ABIND. De mudanzas, Hijas de olvidos y celos. Pero volviéndome a ti Todo quedaba seguro. , ¿estás buena?

Por allí, sin que lo supiese Adela tampoco, aunque lo sabía Pedro, andaban lentamente, con las dos niñas menores, Sol y doña Andrea: doña Andrea, que desde que el colegio le devolvió a su Sol y podía a su sabor recrear los ojos, con cierto pesar de verle el alma un poco blanda y perezosa, en aquella niña suya de «cutis tan trasparente decía ella como una nube que vi una vez, en París, en un medio punto de Murillo», andaba siempre hablando consigo en voz baja, como si rezase; y otras regañaba por todo, ella que no regañaba antes jamás, pues lo que quería en realidad, sin atreverse, era regañar a Sol, de quien se encendía en celos y en miedos, cada vez que oía preparativos de fiesta o de paseo, que por cierto no eran muchos, pero sobrados ya para que temiese con justicia doña Andrea por su tesoro.

Asaltábanle allí toda clase de miedos, a los ladrones principalmente; pero de éste se sacudía con alguna facilidad, considerando que hasta para robar era cruel aquella noche, aun en el supuesto de ser creíble que en semejantes soledades habitaran los que viven a expensas de lo que tienen los que jamás pasarían por allí, a no estar tentados del demonio, o del afán de ser diputados a Cortes, que tanto monta.

Este peligro sobrepuja y se adelanta a los infinitos en que de perder la vida me he visto, porque un miedo dilatado y un temor no vencido fatiga más el alma que una repentina muerte: que en el acabar súbito se ahorran los miedos y los temores que la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como la misma muerte.

Vinósele también a la memoria su padre, Carmela, Rosarito, todo el dulce pasado. Sintiose entonces triste, muy triste; la asaltaron miedos y terrores indefinibles, pero fortísimos; pareciole su situación extraña y peligrosa, preñado de amenazas el presente, obscuro el porvenir. Dejose caer en una butaca y clavó en las luces la mirada fija y vacía de los que se absorben en penosa meditación.

¿Dejarlo? gritó el patrón . ¡Un demonio! ¿Sabes cuánto vale esa pieza? No está el tiempo para escrúpulos ni miedos. ¡A él! ¡A él! Y haciendo virar la barca, volvió a las mismas aguas donde se había verificado el encuentro.

Aquel libro tenía por título: Miedos y tentaciones de San Antonio Abad. La habitación en que la duquesa se encontraba era una extensa cámara del alcázar, cuyas paredes estaban cubiertas de damasco rojo, y adornadas con enormes cuadros del Tiziano, de Rafael y de Pantoja de la Cruz.

Miró en torno suyo: en la alcoba, forrada de papel oscuro, se movía suavemente una cortina a impulsos del aire levantado por él mismo al moverse. Arrojóse a ella vivamente y la descorrió de pronto, y riéndose entonces de sus miedos infantiles, dirigióse a una gran cómoda de nogal que había en el fondo.

Nuestro cuello ofreced á las espadas Vuestras primero, que es mejor partido, Que vernos de enemigos deshonradas. Yo tengo en mi intencion estatuido Que si puedo, haré quanto en mi fuere Por morir do muriere mi marido, Y esto mesmo hará la que quisiere Mostrar que no los miedos de la muerte Le estorban, de querer á quien bien quiere En buena, ó mala, en dulce, ó amarga suerte.

Ahí dentro tengo una Vida de San Vicente Ferrer, mi ilustre patrón, al que con motivo llama su panegirista «el San Pablo español». No se imagine que es un librillo de los de ahora, sino un volumen con tapas de pergamino, impreso hace siglos, y su autor es el reverendo padre Valdecebro, varón de gran fama por las obras que escribió sobre la vida de los animales... Pues el padre Valdecebro cuenta que la madre del santo, cuando estaba en su embarazo, sentía grandes inquietudes y miedos por lo desmesurado de su vientre y los ruidos que hacía la criatura.