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Toda su ambición es hacerse rico; ya le verás figurar, porque muchacho más despejado no he visto. Lo que hay es que los viejos no le quieren, pero no se debe ser injusto. ¡Pobre Quilito! decía la niña compadecida. Cuando le trató, más tarde, este sentimiento instintivo de compasión, se convirtió fácilmente en simpatía; fué en un baile, en casa del ministro Eneene.

Misia Gregoria halló, en su amor de madre, fuerzas para decir: Eso no, Bernardino, ¡pobrecito! la verdad es que él no tiene la culpa; todos han hecho lo mismo: ahí está el hijo de la cuñada de Eneene, que la ha dejado en la calle, y el doctorcito ese que te hace la corte para que le hagas nombrar diputado, se ha comido en la Bolsa toda la fortuna, muy seria, por cierto, de su hermana viuda, aquella tan festejada y codiciada, la que se ve hoy en el caso de pedir dinero a interés a don Raimundo Portas, para poder vivir.

, pues; para pagarlos estaba el padre, que tenía, debajo de la cama, una mina destinada al uso personal y exclusivo del hijo calavera... Bueno, esta vez sería la última; pero como no podía permitir que anduviera de vago ni que volviera a la Bolsa, acababa de conseguir del doctor Eneene un empleo en el Ministerio y un buen sueldo.

Y citaba, como prueba al canto, el presupuesto que su amigo ilustre el doctor Eneene componía: rebaja de sueldo a todos los empleados de inferior categoría, porque para lo que hacen bien pagados están con cuatro cuartos; supresión de media docena de ordenanzas y de las pastas, que una malísima costumbre había dado de compañía al te de las tres de la tarde, en la oficina, y hasta quizá se hiciera cuestión de gabinete el suprimir también el te.

De pronto, la nueva de la renuncia del doctor Eneene, el ministro inamovible, surgió como un cohete, se extendió, se propagó a todos lados: muchos incrédulos movían la cabeza; alguien gritó: ¡Abajo Eneene! Pero lo cierto es que la noticia nadie la creía. ¡Renunciar Eneene!

A la tropa palo limpio, dieta perpetua a los maestros e impuestos al buen pueblo, sobre todo impuestos, muchos impuestos; la hacienda no se nivela de otra manera. Con esto, y un par de sablazos más a los ingleses, quedaba la situación dominada. ¡Era mucho hombre este doctor Eneene!

Y don Pablo contó el empleo de su día: De aquí, sin querer ver a ese desventurado niño, porque no podría verle, Casilda, no podría verle... ¡me ha destrozado el corazón! me fuí en busca del habilitado y del subsecretario y les dije no qué: hasta creo que he llorado... Mi intención era pedir un adelanto que, unido a lo que has recaudado con las alhajitas, pudiéramos ofrecerle a ese caimán de prestamista, que ya se contentaría con una parte ahora... y si no se contentaba, menudo escándalo le armaba yo, por andar en semejantes tratos con menores de edad; pues nada, hija; me hicieron tanto caso, como a un perro: que no podía ser, que la acefalía del Ministerio... ¡Mira por donde vine a lamentar no estuviera Eneene en su poltrona!

No, la cosa no marchaba a su gusto, y prueba de ello era la corte discreta que hacía a don Raimundo el prestamista, aquel pájaro que no se aventuraba en una empresa, sin probar antes la resistencia de sus alas, tan prudente, que no daba nunca un paso en falso, tan sutil, que no dejaba rastro; la situación empeoraba, apremiaban las deudas, escaseaba el dinero, los Bancos iban a cerrarse, la campana de la liquidación suprema a tocar a rebato... Si la marea subía siempre y llegaba hasta la poltrona de Eneene, su protector y su cómplice, era seguro que las aguas le arrastrarían también a él... Miraba el levitón café de don Raimundo moverse de grupo en grupo, y se decía que quizá su salvación estaba en agarrarse de aquellos faldones y dejarse allí las uñas, antes que soltarlos.

El doctor debe estar también muy comprometido, y le han de obligar a renunciar, ¡vaya! si viene la revolución, el primero que se viene abajo es Eneene... Por eso yo me pongo a salvo a tiempo, me lavo las manos y... ¡ahí queda eso! arreglarse cada cual como pueda.

El orgullo no da para el mercado. ¡Ah! ¿y la de Eneene? la mayor, aquella paja larga, que anda como si la llevara el viento, pasó también, con la madre: ¡y miren lo que vale ser hija de ministro! llevaba dos festejantes de escolta, marcando el paso. Por supuesto que el coche, pagado por el Ministerio, estaría en la esquina, esperando.