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Miren ustedes, ¡aquí está el P. Camorra! dijo Ben Zayb á quien le duraba todavía el efecto del champagne. Y señalaba el retrato de un fraile delgado, con aire meditabundo, sentado junto á una mesa, la cabeza apoyada sobre la palma de la mano y escribiendo al parecer un sermon. Una lámpara había para iluminarle. Lo contrario del parecido hizo reir á muchos.

Señores afirmó Calleja, repito que todos esos son unos muñecos al lado de Romero Alpuente. ¡Cómo puso á los frailes hace dos noches! ¿A que no saben ustedes lo que les dijo? ¿A que no saben...? Ni al mismo demonio se le ocurre.... Pues los llamó.... ¡sepulcros blanqueados!... Miren qué mollera de hombre.... No se empeñe usted, Calleja refunfuñó el ex covachuelista con alguna impertinencia.

Aún ahora arrastramos las consecuencias de esta enfermedad que ha durado siglos.... Para salvar de la muerte a este país, ¿qué hubo que hacer? Llamar al extranjero; y vinieron los Borbones. Miren ustedes si habríamos llegado abajo, que ni militares teníamos. En esta tierra, a falta de otros méritos, desde la época celtíbera siempre hemos contado con caudillos de pelea.

Y les dije a los míos: «Miren, niños, y aprendan; de aquí salieron los abuelos de ustedes». Me conmoví un poco al ver la pobreza de donde venimos. Se generalizó la conversación, y al fin fue Ojeda el único que habló, recordando con entusiásticas palabras las hazañas de los argonautas oceánicos.

Pero hija observó doña Lupe volviendo a asomarse con oficiosidad... cree que me hace esto una impresión... ¡Y los de Orden Público que no parecen!... ¡Ah!, , la levantan... ¡Qué mujer!... Miren que ponerse en ese estado. Ahora se la llevan... Está como un cuerpo muerto decía Fortunata, acordándose de las escenas que había presenciado en el convento.

Pero, viendo que el que tenía asido no se bullía ni meneaba, se dio a entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran sus matadores; y con esta sospecha reforzó la voz, diciendo: ¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre! Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz.

Paco Gómez levantó el canasto, lo destapó por completo y fue exhibiendo a sus amigos el infante dormido. Estalló una tempestad de exclamaciones. ¡Angelito! ¿Quién habrá sido la infame?... ¡Pobrecito de mi alma! ¡Qué corazones de hiena, Dios mío! ¡Miren qué hermoso es! ¿Habrá mucho tiempo que lo han expuesto? Estará aterida la criatura. Paco, déjeme usted tocarlo.

Pero, hombre, ¡si eso salta a la vista!... ¡Miren ustedes qué boca! ¡miren, por Dios, qué caída de ojos!... ¡miren qué nacimiento de pelo! Y quiso de nuevo tocarle la cara; pero Manuel Antonio lo rechazó con ímpetu dándole un fuerte empujón. ¡Caramba, qué severo está hoy Manuel Antonio! dijo el conde de Onís. No importa repuso Paco Gómez dejando escapar un suspiro. Manos blancas no ofenden.

En el taller de cigarrillos, aunque dominaban las mocitas solteras, bastaba hablar de quintas para que se moviese una tempestad de federalismo. Miren ustedes decía Amparo que eso de que arranquen a una de sus brazos al hijo de sus entrañas y lo lleven a que los cañones lo despedacen por un rey, ¡clama al cielo, señores!

Usted miente, señora dijo un hombre alto, que parecía ser persona del toreo, á juzgar por su vestido y el rabicoleto que tenía en la nuca. Usted miente: esta señora no ha salido de casa de la pupilera, ni del número 16; venía de más abajo. ¡Miren ese pelele! gritó la mujer. ¿Poz no dice que yo miento? Usted miente, señora.