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La joven se repuso un poco, y con voz tenue, dijo: Es mío. ¿Qué es suyo? dijo una de las mujeres. Si la vi yo correr como una desalación. Apuesto á que lo cogió en la casa del número 15. No, que venía de más abajo dijo otra. Apuesto que es de casa de la sa Nicolasa, la pupilera de ahí enfrente dijo otra mujer.

Desde que, siendo estudiante D. Ambrosio y ella hija de la pupilera en cuya casa D. Ambrosio se hospedaba, ambos se amaron y se casaron, había sido fiel, sufrida y hacendosa compañera de aquel hombre, gobernando la casa y cuidando de todo con ordenada economía y dando a D. Ambrosio, sin molestarle ni ofender su orgullo, los más juiciosos consejos.

Usted miente, señora dijo un hombre alto, que parecía ser persona del toreo, á juzgar por su vestido y el rabicoleto que tenía en la nuca. Usted miente: esta señora no ha salido de casa de la pupilera, ni del número 16; venía de más abajo. ¡Miren ese pelele! gritó la mujer. ¿Poz no dice que yo miento? Usted miente, señora.

Había uno perdido al juego la mesadita de 30 ó 40 duros que le enviaba su papá; había estudiado tan poco, que había salido suspenso y le habían dejado para el cursillo; la hija de la pupilera, o la pupilera misma, le había plantado y preferido a otro huésped; en cualquiera de estos casos, o de otros por el estilo, leer o hacer versos desesperados a lo Byron, a lo Leopardi o a lo Espronceda, era un desahogo, con el cual se quedaba sereno el vate o genio en agraz, y comía luego con más apetito que nunca.