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Paco Gómez levantó el canasto, lo destapó por completo y fue exhibiendo a sus amigos el infante dormido. Estalló una tempestad de exclamaciones. ¡Angelito! ¿Quién habrá sido la infame?... ¡Pobrecito de mi alma! ¡Qué corazones de hiena, Dios mío! ¡Miren qué hermoso es! ¿Habrá mucho tiempo que lo han expuesto? Estará aterida la criatura. Paco, déjeme usted tocarlo.

El mismo don Mariano, presumiendo toda la culpa de su indiscreción, dejó de ir unos días a la casa de Itualde... Cuando fue, después de enviar cómo heraldo un gran canasto de la más hermosa fruta de su estancia, encontró a sus amigos como de costumbre... Sólo Coca le hizo sus recriminaciones. ¿De quién sino de él podía haber partido la mentirosa noticia?

Véala usted mecer las caderas lascivamente mientras sube; ha bebido un poco de cacholí, pero lo que más la embriaga es su propio canto, al compás del eterno redoblar». En esto se hizo el silencio; las negras todas se miraron unas a otras, los cantos empezaron a morir en sus labios; algunas se detenían, colocaban el canasto en tierra, se sentaban sobre él y cruzando sus piernas, inclinaban la cabeza como perdidas en una melancolía nostálgica.

La compasión de las señoras volvió a romper en exclamaciones apasionadas. Todas querían besarlo y calentarlo contra su seno. Por fin, María Josefa logró apoderarse de él, lo sacó del canasto y envolviéndolo con el paño con que venía cubierto, lo acarició tiernamente. Un papel se había desprendido de las ropas de la criatura al sacarla y había caído al suelo. Manuel Antonio lo recogió.

Bien lo necesitaba el pobre caballero. Estaba tan demudado y tembloroso que Amalia pensó que iba a caer desmayado. En apretado haz salieron los tertulios a los pasillos y bajaron la gran escalera de piedra sucia y húmeda. Un criado les abrió la puerta de la calle. ¡Ay! ¿Quién habrá dejado aquí este canasto? dijo Emilita Mateo, que tropezó la primera con el estorbo.

De lo que ninguno carecía era de cobertera para el cráneo: cuál lucía hirsuta gorra de pelo, que le daba semejanza con un oso; cuál un agujereado fieltro sin forma ni color; cuál un canasto de paja tejido en el presidio, y cuál un enorme pañuelo de algodón, atado con tal arte, que las puntas simulaban orejas de liebre. ¡Oh, y qué cariño profesaban los benditos pilluelos a aquella parte de su vestido!

Marisalada repostó en el acto: Tienes la boca, que parece un canasto de colar ropa. Con unos dientes, que parecen zarcillos de tres pendientes. y le volvió la espalda.

El canasto fue rodando de mano en mano. Las damas, interesadísimas, palpitantes de emoción, depositaban tiernos besos en las mejillas del recién nacido, de tal modo que al instante consiguieron despertarlo. De aquel montoncito de carne rosada salió un débil gemido que hizo vibrar de lástima a todos los corazones. Algunas señoras vertieron lágrimas.

Poco después, cuando las personas reales y la grandeza abandonaron el Salón, salieron aquellos con su canasto, y en los aposentos de la repostería les esperaban los fondistas de Madrid o bien otros singulares negociantes para comprarles todo por unos cuantos duros. Mientras duró la comida, las graciosas espectadoras no cesaban en su charla picotera.

No, no todo lo demás, se me olvidaban los cuatro poneys, cuatro joyas, negros como tinta, con manchas blancas los cuatro en las cuatro patas; no tendríamos valor para separarnos de ellos. ¡Los atamos a un canasto y quedan preciosos! Bettina y yo los manejamos muy bien a los cuatro. ¿Puede una señora manejar, sin gran escándalo, por la mañana temprano, en el Bosque? Aquí se hace.