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Estos fósiles reveladores que en forma de seres vivientes se agitaban hace millones de años en el légamo de los abismos oceánicos, se encuentran hoy á todas las alturas en las hiladas de las montañas.

El cristal que separaba el agua de la atmósfera tenía un espesor de millones de leguas: era un obstáculo insuperable entre dos mundos que no se conocen. Recordaba el marino la imperfecta visión de los habitantes oceánicos. A pesar de sus ojos abultados y movibles, que les permiten ver delante y detrás de ellos, su potencia visual sólo abarcaba cortas distancias.

Eran regidores perpetuos de la ciudad de Palma; marqueses cuyo marquesado había perdido la familia con los entronques matrimoniales, yendo sus títulos a fundirse con otros de la nobleza de la Península; gobernadores, capitanes generales y virreyes de países americanos y oceánicos, cuyos nombres despertaban una visión de fantásticas riquezas; entusiastas botiflers partidarios de Felipe V, que habían tenido que huir de Mallorca, apoyo postrero de los Austrias, y ostentaban como supremo título nobiliario el apodo de butifarras dado por el populacho hostil.

Allí se cambiaban los vapores de dos mundos, y el agua del hemisferio Sur el hemisferio de los grandes mares, sin otros relieves que los triángulos extremos de África y América y las gibas de los archipiélagos oceánicos iba á reforzar, convertida en nubes, los ríos y arroyos del hemisferio Norte, ocupado en su mayor parte por la tierras habitadas.

Los seres oceánicos sabían reconocer mejor su presencia, filtrándolas á través de su cuerpo para la renovación y coloración de sus órganos. El cobre lo acumulaban en su sangre; el oro y la plata se descubrían en los tejidos de los animales-plantas; el fósforo era absorbido por las esponjas; el plomo y el cinc, por los fucos.

Muchos pasajeros abandonaron el comedor apresuradamente. Había que ver la partida del emisario, su vuelta a los dominios oceánicos para dar cuenta al dios de la comisión realizada. Amontonóse la gente en las bordas del paseo. El Océano estaba iluminado con fantásticos reflejos: era blanco, después verde, y al final rojo.

Los sabios, en sus laboratorios, sólo necesitaban para sus trabajos aparatos fáciles de adquirir; ¡pero estudiar los mares, vivir en ellos años y años!... Para esto era preciso disponer de buques, fabricar un material costoso y nuevo, mandar hombres, gastar millones, errar pacientemente por los desiertos oceánicos, sin ambición, sin prisa, esperando que el «gran azul» librase sus secretos casualmente; exponer muchísimo para conseguir muy poco.

Este polvo animal y vegetal nutría á las especies más numerosas, para que ellas á su vez sirviesen de pasto á los grandes nadadores armados de dientes. La ballena, el más voluminoso de los habitantes oceánicos, cerraba este ciclo destructor en el que se devoran unos á otros para vivir. El gigante pacífico y sin dientes mantenía su organismo sólo con plancton, absorbiéndolo á toneladas.

Este se estremeció, sintiendo que se había enroscado á su cuerpo un anillo de temblona presión. Los actos de aquella desequilibrada habían acabado por excitar sus nervios. Creyó que un monstruo de la misma clase que los del estanque, pero mucho mayor, un pulpo gigantesco de los fondos oceánicos, se había deslizado traidoramente á sus espaldas, echándole de pronto uno de sus tentáculos.

Extendíase a sus pies un tercio del buque, toda la sección de proa, el hocico férreo que iba arando con tenacidad infatigable los campos oceánicos, verdes y luminosos de día, obscuros y abullonados de noche con una arista fosforescente en cada pliegue como el lomo de una sirena. Al mirar abajo, experimentaban la sensación del viajero que contempla a un pueblo desde la plataforma de una torre..