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Las crónicas de la Edad Media oriental, los libros de caballerías bizantinos, los cuentos paladinescos de los árabes, no tenían aventura más imprevista y dramática que la expedición de estos argonautas procedentes de los valles de los Pirineos, de las márgenes del Ebro y de las moriscas huertas de Valencia.

Pero las vidas vuelven siempre a sus cauces antiguos, y después de estos seis años de catalepsia literaria, en 1914, pocos meses antes de la gran guerra, reanudé en París mi trabajo de novelista «de pluma y papel», escribiendo Los argonautas. Primera parte Jaime Febrer se levantó a las nueve de la mañana.

Ulises vió en este inglés á los argonautas primitivos, que aplacaban con sacrificios la cólera de las deidades marinas. Una noche, las olas se llevaron á un tripulante; al día siguiente cayó desde lo alto de la arboladura un gaviero, sin que nadie pensase en una salvación imposible.

Y existe una leyenda cruel y sarcástica desde Cervantes hasta hoy. Se dice que el insigne manco no cenó cuando terminó el Quijote, y se cree que es muy gracioso que los literatos no almuercen nunca. Parece muy literario, muy de leyenda eso de las hambres artísticas. Por eso los aprendices de literato se lanzan a la Puerta del Sol, intrépidos argonautas del vellocino de cobre.

Y el último personaje de esta estirpe de héroes mediterráneos que se perdía en los tiempos fabulosos era un marinero de Niza, simple y romántico, un guerrero de todos los mares y todos los continentes, llamado Garibaldi, tenor heroico que proyectaba sobre su siglo el reflejo de su camisa roja, repitiendo en la costa de Marsala la remota epopeya de los argonautas.

Y mientras toda una generación soñaba con los ojos puestos en el libro y una mano en la cruz de la tizona, íbase agrandando el radio de los argonautas al otro lado del Océano. Detrás de las islas de recientes desengaños extendía la inmensa tierra firme un mundo de misterios.

Más allá, las islas de Grecia; en el fondo de una calle acuática, Constantinopla; y á continuación, bordeando la gran plaza líquida del mar Negro, una serie de puertos donde los argonautas olvidaban sus orígenes, sumidos en un hervidero de razas, acariciados por el felinismo de las eslavas, la voluptuosidad de las orientales y la avidez de las hebreas. A su derecha estaba África.

Y entre estos aventureros de la primera hora del descubrimiento, la hora de los navegantes, de los argonautas, de los héroes de carabela, pobres y tristes, que no sacaron el menor provecho de sus empresas y abrieron el camino a los conquistadores férreos de a caballo que llegaron poco después, se distinguían dos como hombres entre los hombres: Alonso de Ojeda y Diego Méndez.

La travesía de Nueva York al Havre se lo hizo más larga que a los argonautas toda su expedición: al fin pisó el puerto, tomó el tren y se detuvo en París, a lo cual le obligaba la necesidad de negociar ciertos valores, albergándose en la misma fonda donde estuvo algunos días al hacer el viaje de ida, porque en ella vivía su antiguo y cariñoso amigo Pepe Teruel, que conocía a Felisa, y a quien constantemente hablaba de ella: debilidad propia de enamorados, que siempre han menester confidente.

Orfeo, que hizo parte de la espedicion de los Argonautas, cuyo viage es tan cierto como el de Colon, domesticó á las fieras con los blandos sonidos de su lira, segun cuenta la misma fábula. Aun cuando pueda ponerse en duda este milagro y el de Anfion, ahí están sus Himnos de Iniciacion para comprobar que antes de que hubiese prosa hubo un poeta.