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Se juntaban todos para tirar con fuerza diabólica de los rebaños de hombres que se lanzan a la conquista de un ideal nuevo y extraordinario, restableciendo con violenta reacción la calma de la vida, que aman silenciosa y plácida, con susurros de hierbas mustias y aleteos de mariposas blancas: una dulce calma de cementerio dormido bajo el sol. El alma de los muertos llenaba el mundo.

Las flores se abren, las moscas emprenden sus infinitos giros, las palomas se lanzan a sus remotos viajes atmosféricos; arriba y abajo cada cual cede al impulso excitante según su naturaleza. Los locos salen de los cuartos o dormitorios con sus fieros instintos poderosamente estimulados.

A pesar de esto, se da cuenta de que yo deseo dormir y deja para el día siguiente la repetición de su historia, siempre nueva é interesante para él. «¡Buenas nochesMedia hora después, tendido en la obscuridad, oigo en el inmediato pasillo su voz que domina el chirrido de los ejes, la melopea de oleaje costero que lanzan las ruedas, los saltos crujientes del vagón, iguales á los de un camarote de trasatlántico.

Excitado de esta suerte, no cómo juego al tresillo, ni hablo, ni discurro con juicio, porque estoy todo en ella. Cada vez que se encuentran nuestras miradas, se lanzan en ellas nuestras almas, y en los rayos que se cruzan, se me figura que se unen y compenetran.

Empujados por la gravitación conservadora que se hunde en lo pasado, los liberales se lanzan al porvenir con una vehemencia terrible. No contentos con la separación de la Iglesia del Estado, que a mi juicio es un beneficio para el Estado, y para la Iglesia, la mayor parte son individualmente ateos.

Pero las olas que se entrechocan y no ruedan juntas se elevan mucho más: al topar adquieren una prodigiosa fuerza de ascensión, se lanzan, y caen con una pesadez increíble, capaz de maltratar, de hundir, de hacer trizas la embarcación. Nada tan pesado como el agua de mar.

Lo más grave del caso es que esas afirmaciones se lanzan para recomendar después a los curas párrocos que las hagan penetrar en la cabeza de los padres de familia.

Un rayo de luz le hace alzar los ojos. Es Gertrudis que, de pie en el umbral de la puerta, con una lámpara en la mano, aparece toda confusa. Su gracioso rostro está cubierto de vivo color y sus pestañas bajas lanzan sobre sus mejillas dos sombras semicirculares. ¡Qué loquilla eres! dice Martín acariciando tiernamente sus cabellos en desorden.

Repetí el llamamiento; el mismo silencio. Entonces entro. ¡Ah, señores! no me sentí orgulloso. Habría querido escabullirme, saltar dentro del coche y gritar «¡A la estaciónTomar el primer tren y huir a América, a cualquier parte, allá donde se refugian los cajeros infieles y los hijos pródigos. Pero era imposible. ¡Yolanda! dije en tono humilde y contrito. Las dos lanzan un grito.

Una verdadera oleada de perfumes sube del jardín hasta él, un soplo ardiente le azota el rostro, y gotas de lluvia tibia le acarician las mejillas. Por momentos, los toneles de alquitrán que arden en la aldea lanzan llamaradas a través de las masas de vapor obscuro que velan el horizonte. Juan fija sus miradas abajo. Espera. El corazón salta en su pecho.