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El viento nos silbaba en las orejas, gotas de lluvia nos azotaban el rostro. Las dos mujeres se estrechaban en un abrazo mudo, como si ya no fueran a separarse nunca. Pero, en esto, el viejo, que ha cambiado de idea, llega ruidosamente, y detrás de él los criados, a quienes ha dado el alerta, con lámparas y bujías. Se echa sobre Yolanda y le frota las mejillas con sus mostachos.

Tenía ocho días la chicuela... estaba acostada en su cama... sacudiendo sus piernitas... unas piernitas rollizas, verdaderos salchichones... y un traserito... ¡no le digo nada!... ¡Rayos y truenos! ¡Yo no me animé ya a levantar los ojos, tan abochornado estaba! La baronesa fingía no oír nada y Yolanda había salido de la pieza. En cuanto al viejo, éste reventaba de risa.

«Tengo que ser galante con ella... cariñoso... las conveniencias lo exigen...» me decía, dirigiendo una mirada a Yolanda, colocada a mi derecha. Su codo me rozaba ligeramente el brazo, y la sentía temblar. «Es de hambre»; pensé. Yo también; no había comido nada todavía.

Por , yo podría haberme estado así siglos enteros, dando vueltas alrededor de ella sin animarme nunca a decirle nada; pero, cuando el viejo se deslizó dentro de la pieza con la agilidad de un hurón, gritando: «¡Vamos! ¡el pastor está esperando!...» me enfurruñé, como si eso hubiera contrariado mis intenciones. Ofrezco el brazo a Yolanda... Ábrense de par en par las puertas.

Yolanda se puso colorada de vergüenza; y, para hacerle menos penoso ese momento, le dije: Déjelo estar, que lo conozco bien. , , señores; yo conocía bien al viejo... pero a la hija, a ésa no la conocía. Ahí tienen ustedes, pues, en lo que estábamos.

Por un instante me pregunto si voy a confiarle mi nueva felicidad; pero no me atrevo. Estoy seguro de que pondría una cara de imbécil al hacerle esa confesión, y me callo... además, podría ser que Yolanda cambiara de idea y, sondando el fondo de mi corazón, creo que anhelo eso tanto como lo temo. Experimentaba un sentimiento... ¡bah! ¿para qué querer poner en limpio los sentimientos?

Aguanté las burlas del viejo, bebí el café que su mujer me hacía, y escuché con beatitud las lindas arias que Yolanda me cantaba; aunque la música... en general... Cuanto más iba a Krakowitz, tanto más incómodo me sentía; pero era como si me arrastraran allá mil brazos, y no podía resistirme de ningún modo.

Barquillos cuscurrosos, confituras rusas, mantelería adamascada, cucharas y cuchillos de mango de cuerno... y, por arriba de todo eso, un fino vapor azulado que se escapa del aparato del café y que da al conjunto cierto tono más íntimo. Nos sentamos y bebimos. El viejo se holgaba extraordinariamente; la baronesa se sonreía con expresión resignada, y Yolanda me hacía ojitos.

Entonces se llamó a la baronesa; y, digámoslo en honor suyo, olvidó el papel que tenía que desempeñar; se me echó al cuello en cuanto su marido hubo acabado, para salvar las apariencias, de explicarle la situación. ¿Y Yolanda? Pálida como la muerte, con los labios apretados, los ojos entornados, apareció en la entrada del salón y me tendió silenciosamente las dos manos.

¡Cómo! ¿qué es lo que no impide?... ¡Usted es mi amigo, usted es el amigo de mi familia! ¡Vea a las señoras, están locas por usted!... ¡Eh! no tengas reparo, Yolanda... hazle ojitos, hija mía... ¿crees que no te estoy viendo, mocosa? Ella no se sonrojó, no se turbó siquiera. Lo único que hizo fue levantar un poco sus manos juntas en dirección a .