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Y continuó la conversación entre el ama y la sirvienta, mientras ésta, con delantal blanco y haciendo crujir los bajos almidonados y tiesos de su saya, iba del aparador a la mesa, colocando el centro de plata Meneses con sus grupos de flores, las pilas de platos de charolada blancura, las botellas talladas del agua y el vino, y las copas esbeltas, casi aéreas, con su pie azul, y tan frágiles, que sobre el mantel no trazaban sombra alguna.

Una fila de pucheros desportillados pintados de azul servían de macetas sobre el banco de rojos ladrillos, y por la puerta entreabierta ah, fanfarrón veíase la cantarera nueva, con sus chapas de blancos azulejos y sus cántaros verdes de charolada panza: un conjunto de reflejos insolentes que quitaban la vista al que pasaba por el inmediato camino.

Los marcos y demás ornamentación, aljabas, palomitas, lazos y flores, todo de madera charolada o más bien esmaltada de blanco con filetes azules. En los ricos aparadores del comedor y en sus armarios de roble esculpido, había mucha plata labrada, y en las paredes se veía suspendida multitud de platos de diversas épocas y procedencias, muestras escogidas del arte cerámica.

La segunda, que era puramente decorativa, pasaba desapercibida: la primera era formada por un mocetón de color bronceado vistiendo amplio chiripá de grano de oro, caído hasta el taco de la charolada bota de campana, camiseta de merino negro tableada, pañuelo volador de seda punzó, sombrero chambergo de felpa con un barbijo lleno de borlas que le castigaban la nariz y la barba y por una moza, no mal parecida, que lucía entre el cabello negro, lustroso, un ramo de fragantes claveles rojos y que indudablemente era la consentida del mocetón.

La galerita de las de Pajares, a pesar de su cubierta charolada, de los arneses brillantes y de sus ruedas amarillas, tan finas y ligeras que parecían las de un juguete, aparecía empequeñecida y deslustrada en el gigantesco rosario de berlinas y carretelas, faetones y dog-carts que, como arcaduces de noria, estaban toda la tarde dando vueltas y más vueltas por la avenida central del paseo.

El cuerpo flacucho y pobre; la cabeza charolada a fuerza de cosmético, partida por una raya que con rectitud geométrica iba desde la frente a la nuca; en la cara enorme nariz, bigotillo afilado y patillas de chuleta, y bajo la barba, asomando por entre las dos alas de un cuello «a la pajarita », esa protuberancia horrible llamada nuez, que parece la condecoración de la juventud raquítica.

Su nariz pequeña, redonda, arrugada y dura como una nuececita, no paraba un instante: tanto la movían los músculos de su cara pergaminosa, charolada por el fregoteo de agua fría que se daba todas las mañanas. Sus ojos, que habían sido grandes y hermosos, conservaban todavía un chispazo azul, como el fuego fatuo bailando sobre el osario.

La biblioteca se hallaba en una de las dos torres cuadradas que la casa tenía a los lados. Había una pequeña antesala sin mueble alguno, con puerta de madera sin pintar, charolada por el uso, que el viejo empujó, diciendo: Álvaro, aquí tienes al señor excusador, que desea hablarte.

El pestillo crujió de nuevo mientras tanto; indudable era que el vecino lo echaba o descorría, y como natural era suponerlo echado, podía muy bien sospecharse que intentaban abrirlo. La puerta, charolada con gran primor, no presentaba agujero ni resquicio alguno que permitiera la vista.

Parecía un cortesano de Luis XV o un cochero de casa grande. Don Roque, que así se llamaba, se revolvió en el asiento y dió una voz. ¡Marcones! Un alguacil octogenario se acercó al respaldo del palco con la gorra azul de grande visera charolada en la mano. El alcalde conferenció con él algunos momentos.