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Almudena ordenó después que había de buscar una olla de barro con siete agujeros, con siete nada más, todo sin hablar, porque si hablaba no valía. ¿Pero dónde demontres estaban esas ollas con siete agujeros? A esto replicó el ciego que en su tierra las había, y que aquí podían suplirse con los tostadores que usan las castañeras, buscando el que tuviese siete bujeros, ni uno más ni uno menos.

La soledad sospechosa de algunas calles, el bullicio de otras, el rumor báquico de la entreabierta taberna, la canción que de una calleja salía con pretensiones de trova amorosa, el cuchicheo de las rejas, el desfile de inesperados bultos, indicio del robo perpetrado, del contrabando o quizás de una broma furtiva; la disputa entre viejecillas terminada con estrépito de bofetadas... por otra parte el rodar de magníficos coches; la salmodia insufrible del dormido sereno que bostezaba la horas como un reló 9 del sueño, funcionando por misterioso influjo del aguardiente; el rechinar de las puertas vidrieras de los cafés, por donde salían y entraban los patriotas; el triste agasajo de las castañeras que se abrigaban con lo que vendían tendiendo una mano helada para recibir los cuartos y otra mano caliente para dar las castañas; las singulares sombras que hacían las casas construidas sin orden, unas arrumbadas hacia atrás, las otras alargando un ángulo ruinoso sobre la vía pública; los caprichos de claridad y tinieblas que formaban las luces de aceite encendidas por el Ayuntamiento y que podían compararse a lágrimas vertidas por la noche para ensuciar su manto negro; el peregrino efecto de la escarcha en las calles empedradas, que parecían cubrirse de cristal esmerilado con reflejos tristes; el mismo efecto sobre los tejados, en cuya superficie se veía como una capa de moho esmaltada por polvo de diamante, el grandioso efecto de la helada, que en flechazos invisibles se desprendía del cielo azul ante las miradas aterradoras de la luna, la deidad funesta de Enero; la consideración del frío general hecha dentro de una caliente pañosa; el estrépito de la diligencia al entrar en la calle, barquichuelo que navegaba sobre un mar de guijarros, espantando a los perros, ahuyentando a los chiquillos y a los curiosos;... el buen paso marcial de los soldados que iban a llevar la orden prendida en lo alto del fusil; el coro sordo de los mercados al concluir las transacciones, cuando se cuenta la calderilla, se barre el puesto y se recogen los restos; el olor de cenas y guisotes que salía por las desvencijadas puertas de las casas a la malicia, y el rasgueo de guitarras que sonaba allá en lo profundo de moradas humildes; la puerta sobre la cual había un nombre de mujer groseramente tallado con navaja, o una cruz o un cartel de toros, o una insignia industrial, o una amenaza de asesinato, o una retahíla de palabras groseras, o una luz mortecina indicando posada, o un macho de perdiz que cantará a la madrugada, o un cuadrito de vacas de leche, o un objeto negro algo semejante a un zapato, o una armadura de fuegos artificiales pregonando el arte de polvorista, o una alambrera cubierta con un guiñapo, señal de la industria de prendería, o una bacía de cobre, o un tarro de sanguijuelas... todo esto, en fin, y otros muchos accidentes de la fisonomía urbana durante la noche, páginas vivas y reales, abiertas entre la vulgaridad de la tertulia y el tedio de su casa solitaria, le cautivaban por todo extremo.

Prestándome gustoso a todo lo que Neluco me había recomendado y continuaba recomendándome para entretener las horas sobrantes del día y de la noche, visité una por una mis haciendas, mis prados, mis heredades, mis castañeras y robledales, mis casas, mis aparcerías de ganados; estudié con verdadero afán de penetrarle hasta el fondo, el organismo, como decía Neluco, «de los tratos y contratos de mi tío y sus aparceros y colonos», donde estaba la enjundia del gran espíritu de este hombre benemérito que, sin políticas bullangueras y perturbadoras, había logrado resolver prácticamente, y por la sola virtud de los impulsos de su corazón generoso y profundamente cristiano, un problema social que dan por insoluble los «pensadores» de los grandes centros civilizados, y tiene en perpetua hostilidad a los pobres y a los ricos.