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De estas sospechas no comunicó a su hijo más que lo suficiente para prevenirle contra la Regenta y sus confesiones de dos horas. No citó el nombre de Mesía. En los labios le retozaba esta pregunta: «¿Pero de qué demontres hablasteis dos horas seguidas?». No se atrevió a tanto. «Al fin su hijo era un sacerdote y ella era cristiana».

¡Anda, morena! ¿Y la madre? ¡Ahora que panojó! ¡Y la tien él en casa! ¿Quién, hombre de Dios? Usté. ¿Yo? Usté mesmu... ¿Pa qué demontres quier los ojus de la cara, si no es pa ver lo que está delanti de eyus? Acaba de decirlo con mil demonios que te lleven: ¿quién es la madre de Tona? Pos Facia. ¡Facia! exclamé lleno de asombro . Pero ¿Facia es casada?

Prosiguió el señorito: Primitivo no es un bárbaro.... Pero es un bribón redomado y taimadísimo, que no se para en barras con tal de lograr sus fines.... ¡Demontres! Harto estoy de saberlo.... El día que nos vinimos... si él pudiese detenernos soplándonos un tiro a mansalva... no doy dos cuartos por su pellejo de usted ni por el mío.

¡Ay, mi señor don Marcelo, qué a oscuras ha vivido una en estos andurriales, sin saber pizca de las pompas con que se regalan en el mundo las gentes poderosas! ¡Mire que tienen demontres estas hermosuras tan relumbrantes que nunca se soñaron aquí! ¿Qué te paez, hija mía? Padre, ¿qué le paez? ¡Mire que campa de veras!... ¡Vaya, vaya!

La duquesa pescó al vuelo la indirecta, y contestó tan sólo con una sonrisa que encubría este pensamiento: ¡Estás fresca!... ¡Cualquier día te cobras, endosándome a la niña por nuera!... ¡Una duquesa de Bara, née López Moreno! ¡Dios nos asista! Currita, por su parte, guardaba aquella tarde un solemne silencio, hijo de una rabieta de dos mil demontres que le bailaba por dentro.

Dígame si es usted el mío, mi D. Romualdo, u otro, que yo no de dónde puede haber salido, y dígame también qué demontres tiene que hablar con la señora, y si va a darle las quejas porque yo he tenido el atrevimiento de inventarle». Esto le habría dicho, si encontrádole hubiera; pero no hubo tal encuentro, ni tales palabras fueron pronunciadas.

Almudena ordenó después que había de buscar una olla de barro con siete agujeros, con siete nada más, todo sin hablar, porque si hablaba no valía. ¿Pero dónde demontres estaban esas ollas con siete agujeros? A esto replicó el ciego que en su tierra las había, y que aquí podían suplirse con los tostadores que usan las castañeras, buscando el que tuviese siete bujeros, ni uno más ni uno menos.

Yo he oído contar que en el siglo pasado vivieron aquí unos almacenistas de paños, poderosos, y cuando se murieron... no se encontró dinero ninguno. Bien pudiera ser que lo emparedaran. Se han dado casos, muchos casos. Yo tengo por cierto que dinero hay en esta finca... Pero a saber dónde demontres lo escondieron esos indinos. ¿No habría manera de averiguarlo?

Contestó Doña Paca con una sarta de suspiros sacados de lo más hondo de su pecho, y Benina se lanzó, con fiebre y tenacidad de idea fija, a pensar nuevamente en el maravilloso conjuro. Trasteando sin sosiego en la cocina, con los ojos del alma, no veía más que el cazuelo de los siete bujeros, el palo de laurel, vestido, y la oración... ¡demontres de oración! ¡Esto que era difícil!