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¿Y cómo puede ser eso? ¡pecador de ! dijo lleno de angustia Montiño. En vos consiste. ¡En ! , señor Francisco; en vos y sólo en vos, porque sólo por vos estamos presos. ¿Por ? por cierto; ¿no decís que la reina no ha comido de la perdiz? Si hubiera comido... hubiera muerto como el paje. , , tenéis razón... hubiera muerto dijo Cosme Aldaba.

«Habitaba en la fortaleza de Almodovar un rey, que yendo un dia de caza, soltó tras una perdiz un halcon muy querido que tenia, en una floresta donde despues andando el tiempo vino á formarse la ciudad de Córdoba.

¡Mal ingenio te acabe!, decía yo entre , cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos que parecía que la había quitado de mismo. No hay perdiz para que se le iguale. Coman, que me huelgo de verlos comer.

¿Cómo te llamas, hijo? Gonzalo. ¿Y te has comido la perdiz que quedaba en el plato de la reina? ... al salir... no me veían... ¿Y quedaba mucho?... Casi una pechuga... y me ha hecho mal... ya se ve... ¡comí tan de prisa, porque no me vieran! El paje, en efecto, empezaba á ponerse pálido. ¿Y por qué vienes, hijo? exclamó el tío Manolillo, haciendo un violento esfuerzo para dominar su horror.

Allí se servía á los viajeros, recién descoyuntados y molidos por el suave movimiento de las galeras, algún pedazo de atún con cebolla, algún capón, si era Navidad ó por San Isidro, callos á discreción, lonjas escasas de queso manchego, perdiz manida, con valdepeñas y pardillo.

Y sin poder contenerse se levantó diciendo: Vida mía, soy contigo. Y salió por la puerta de escape. A ver gritó en el pasillo ; Petra, Servanda, Anselmo, cualquiera... ¿se llevó la perdiz don Tomás? Anselmo registró las aves muertas, depositadas en la cocina, y contestó desde lejos: ¡, señor; aquí no hay perdices! ¡Ira de Dios! ¡Pardiez! ¡Malhaya! ¡Siempre el mismo!

Guardó el dinero en una punta de su pañuelo de bolsillo y, sin detenerse, se encaminó hacia la calle de los Lombardos. Entró en una farmacia, compró una botella de aceite de hígado de bacalao para Germana, atravesó el arroyo, se detuvo en una tienda, eligió una langosta y una perdiz, y volvió, enlodada hasta las rodillas, al palacio Sanglié. No le quedaban más que cuarenta céntimos.

El bufón le agarró, y al apoderarse de él dijo con una admirable fuerza de espíritu, soltando su hueca carcajada de bufón: ¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡he ganado! ¡he ganado! ¡para ! ¡para ! Y haciendo como que devoraba al paso la perdiz, dió á correr exclamando: ¡Para la reina no! ¡para ! Y soltó una larga y estridente carcajada que hizo temblar á todos los que la oyeron, y escapó.

El filósofo cafetero dijo a su amigo que cuando quisiera echar otro párrafo no le buscase más en el Café de Madrid, porque allí había caído en un círculo de cazadores que le tenían marcado y aburrido con la perra pechona, el hurón, y con que si la perdiz venía o no venía al reclamo.

De vez en cuando algún tiro aislado como último eco del tiroteo del día; alguna liebre que saltaba por el llano; alguna perdiz asustada que rastreaba el surco. Carlos no había parecido... ¿Por qué? se preguntaba Eva muy triste.