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Anselmo fue a llamar al médico y Petra se instaló a la cabecera de la cama, como un perro fiel. La cocinera, Servanda, iba y venía con tazas de tila, silenciosa, sin disimular su indiferencia; era nueva en la casa y venía del monte.

Así vivía Ana. Benítez desde que desapareció el peligro inminente, visitó menos a la viuda. Servanda y Anselmo eran fieles, tal vez tenían cariño al ama, pero eran incapaces de mostrarlo. Obedecían y servían como sombras. Le hacía más compañía el gato que ellos. Frígilis era el amigo constante, el compañero de sus tristezas. Hablaba poco. Pero a ella la consolaba el pensar: «está Crespo ahí».

Durante la enfermedad de su amiga, don Tomás Crespo, desconfiando del celo de Anselmo y de Servanda, y sin pedir permiso a nadie, se instaló en el caserón de los Ozores. Trasladó su lecho de la posada en que vivía desde el año sesenta, a los bajos del caserón. El tocador y la alcoba de Ana estaban encima del cuarto que escogió Frígilis.

Movimiento de horror en las huestes de Zumalacárregui... Gesto de protesta del caudillo... La agraciada sonríe con una cara de babieca que revela la razón por que figura en la lista... La marquesa de Butrón continúa: Excelentísima señora condesa de Minahonda. Excelentísima señora doña Servanda Molinillos de Martínez.

Se alegraba en el alma de verse libre de aquel testigo y semi-víctima de sus flaquezas; pero, así y todo, al recordar ahora que en vano gritaba «¡Petra!», sentía una extraña y poética melancolía. «¡Cosas del corazón humano!». ¡Servanda! ¡Servanda! ¡Anselmo! ¡Anselmo! Nadie respondía. No hay duda, es muy temprano.

Cuando sintió ruido en la casa, llamó a gritos. ¡Anselmo, Petra, Servanda, Petra!... Apareció Petra con el cabello suelto, en chambra, y mal tapada con un mantón viejo del ama. Parecía la aurora de las doradas guedejas; pero Frígilis, mal humorado, se encaró con la aurora. Oye, , buena pécora, ¿qué demonio de obispo entra aquí por la noche a destrozarme las semillas?...

Ana pasaba horas y más horas en la soledad de su caserón: a su lecho llegaban los ruidos lejanos de la calle apagados, como aprensión de los sentidos. Allá abajo, en la cocina, quedaba Servanda, y a veces Petra. Anselmo silbaba en el patio, acariciando un gato de Angola, su único amigo.

Y nadie más hablaba, porque Anselmo apenas sabía hablar, Servanda iba y venía como una estatua de movimiento... y los demás vetustenses no entraban en el caserón de los Ozores después de la muerte de don Víctor. No entraban. Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada.

Y sin poder contenerse se levantó diciendo: Vida mía, soy contigo. Y salió por la puerta de escape. A ver gritó en el pasillo ; Petra, Servanda, Anselmo, cualquiera... ¿se llevó la perdiz don Tomás? Anselmo registró las aves muertas, depositadas en la cocina, y contestó desde lejos: ¡, señor; aquí no hay perdices! ¡Ira de Dios! ¡Pardiez! ¡Malhaya! ¡Siempre el mismo!