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Actualizado: 1 de mayo de 2025


No era de flores, sino de blanca tela o hilos de plata; una mano hábil había plegado el raso blanco, los encajes blancos, los tules blancos, figurando con ellos níveos pétalos y hojas espumosas.

Por eso se celebró el acontecimiento como uno de los de más transcendencia, por aquellos sencillos habitantes, y fueron los tenderos, durante algunos días, el objeto de la admiración de todos sus convecinos; admiración que recibieron los admirados con toda la dignidad del caso: Simón, con los brazos remangados hasta el codo, de pie, y con el índice y el pulgar de cada mano apoyados sobre el mostrador; Juana, sentada detrás de éste, con el hocico plegado y los párpados muy caídos.

Habíase despojado del sombrero de palma con largas cintas, que le daba a las horas de sol un aire de pastora de opereta; vestía el traje de fiesta, la falda verde o azul de menudos pliegues, que guardaba el resto de la semana apretada entre cuerdas y pendiente del techo para que conservase intacto su plegado.

¿Qué es lo que es aquello? interroga el señor Colignon, solicitado por insólito revuelo y algarabía que se ha movido entre los viejos, al pie del casón. Belarmino ni siquiera vuelve la cabeza a mirar. Nada le inspira curiosidad. Pasa algún tiempo. La hermana Lucidia se acerca al rincón habitual en donde se halla Belarmino, y le entrega un papelito verdiazul, plegado. Es un telegrama.

Ya están quietas las pagodas, ya están quietas cual quelónidos fosfóricos que han plegado sus aletas, escindidas en las ramas de los bosques madrepóricos.

El papelito de cien pesetas plegado en un bolsillo de su chaleco pesábale como un lastre que daba a su persona nuevo aplomo; veía tras él la seguridad de otros billetes, de más dinero, todo a cambio de llenar unos cuantos centenares de cuartillas de retazos de libros ajenos, de disparates para él inadmisibles, que el grave senador firmaría sin titubear, poniéndolos bajo el amparo de su empingorotada personalidad.

Vio en primera fila, bajo la maroma de la contrabarrera, un chaquetón plegado en el filo de la valla, cruzados sobre él unos brazos en mangas de camisa y apoyada en las manos una cara ancha, afeitada recientemente, con un sombrero metido hasta las orejas. Parecía un rústico bonachón venido de su pueblo para presenciar la corrida. Gallardo le reconoció. Era Plumitas.

Lo de menos era en él, con ser mucho, el interés que sabía dar en pocas y pintorescas frases a las noticias que yo le pedía, por no satisfacerme las que me suministraban Chisco y su compañero, acerca de las grandes alimañas, sus guaridas en aquellos montes y la manera de cazarlas; los lances de apuro en que se había visto él y cuanto con esto se relacionaba de cerca y de lejos; sus descripciones de travesías hechas por tal o cual puerto durante una desatada «cellerisca» sus riesgos de muerte en medio de estos ventisqueros, unas veces por culpa suya y apego a la propia vida, y las más de ellas por amor a la del prójimo: lo demás era, para , su manera de «caer» sobre la montaña, como estatua de maestro en su propio y adecuado pedestal; aquél su modo de saborear la naturaleza que le circundaba, hinchiéndose de ella por el olfato, por la vista y hasta por todos los poros de su cuerpo; lo que, después de este hartazgo, iba leyéndome en alta voz a medida que pasaba sus ojos por las páginas de aquel inmenso libro tan cerrado y en griego para ; la facilidad con que hallaba, dentro de la ruda sencillez de su lengua, la palabra justa, el toque pintoresco, la nota exacta que necesitaba el cuadro para ser bien observado y bien sentido; el papel que desempeñaban en esta labor de verdadero artista su pintado cachiporro, acentuando en el aire y al extremo del brazo extendido, el vigor de las palabras; el plegado del humilde balandrán, movido blandamente por el soplo continuo del aire de las alturas; la cabeza erguida, los ojos chispeantes, el chambergo derribado sobre el cogote, la corrección y gallardía, en fin, de todas las líneas de aquella escultura viviente... ¡Oh! diéranle al pobre Cura en el llano de la tierra, en el valle abierto, en la ciudad, una mitra; la tiara pontificia en la capital del mundo cristiano, y le darían con ellas la muerte: para respirar a su gusto, para vivir a sus anchas, para conocer a Dios, para sentirle en toda su inmensidad, para adorarle y para servirle como don Sabas le servía y le adoraba, necesitaba el continuo espectáculo de aquellos altares grandiosos, de aquella naturaleza virgen, abrupta y solitaria, con sus cúspides desvanecidas tan a menudo en las nieblas que se confundían con el cielo.

Parecía haber ya conseguido en parte su objeto, porque una sonrisa había plegado los labios del intendente, y durante algún tiempo bajó los ojos con aire pensativo. Sin embargo, sacudió de nuevo la cabeza con desconfianza. ¿Qué significa esto?... dijo irónicamente . Esas sólo son conjeturas que no prueban nada. ¿Sabéis acaso algo más? ¿Por qué os detenéis a medio camino? Acabad de una vez.

Palabra del Dia

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