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Oyendo estas ponderaciones orgullosas, Fortunata se echaba a pensar qué cosa tan empingorotada sería aquel destino del papá de su amiga. Pero lo mejor fue que en la conversación salió de repente una cosa interesantísima. Manolita conocía a los de Santa Cruz. ¡Vaya!, si su marido, Pepe Reoyos, era íntimo, pero íntimo, de D. Baldomero. Y ella, la propia Manolita, visitaba mucho a doña Bárbara.

Además de contar con su rarísimo mérito, estaba agarrado a muy buenas aldabas. Viudo hacía ya más de veinte años, tenía una hija de veintiocho, que había sido la más real moza de todo el lugar, y que era entonces la señora más elegante, empingorotada y guapa que en él había, culminando y resplandeciendo por su edad, por su belleza y por su aristocrática posición, como el sol en el meridiano.

El papelito de cien pesetas plegado en un bolsillo de su chaleco pesábale como un lastre que daba a su persona nuevo aplomo; veía tras él la seguridad de otros billetes, de más dinero, todo a cambio de llenar unos cuantos centenares de cuartillas de retazos de libros ajenos, de disparates para él inadmisibles, que el grave senador firmaría sin titubear, poniéndolos bajo el amparo de su empingorotada personalidad.

Sus dedos fusiformes darían envidia a la más empingorotada Princesa. Y de estos dedos, el índice y el del medio de su ominosa diestra eran como truculentos alicates, que penetraban por una pequeña incisión y arrancaban a los volátiles lo que no es decible, con rapidez inaudita.

Se remontaba a lo más alto de cuanto había oído y leído sobre aquella empingorotada región de la cordillera cantábrica, y era de ver cómo se las había, primeramente, con los celtas, nuestros supuestos progenitores, y se descolgaba enseguida de allí para enzarzarse mano a mano y como quien ventila y justiprecia ordinarios y corrientes asuntos de familia, con aquellas tribus montaraces, con aquel cántabro feroz que pasó los Alpes y luchó con Aníbal contra Roma y derrotó a Escipión en el Tesino.

Se diría que para precavernos contra el roce, que pudiera limar y pulir las diferencias, nos armamos instintivamente de una virtud conservadora de lo castizo que persiste en el fondo, aunque superficialmente desaparezca. Lo que llaman ahora high-life, o dígase aquella parte de la sociedad más rica, elegante y empingorotada, nos parece que debe ser cosmopolita, y sin embargo no lo es.