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En un perol se pone alguna más cantidad de azúcar que el peso que el membrillo rallado, con el agua necesaria para hacer un almíbar en punto de bola; cuando el almíbar está hecho, se va incorporando poco a poco el membrillo, y cuando está bien mezclado se pone al fuego, retirándolo apenas rompe a hervir; se saca y pone en los moldes, poniéndolos unas noches al fresco, sin cubrirlos.

ESPÁRRAGOS AL NATURAL. Después de limpios y quitada la parte dura se forman "macitos", poniéndolos a cocer con agua y sal; cuando están cocidos se sirven enteros con aceite y vinagre.

Y como hablaba con un amigo del amo, no quiso ocultarle las astucias de que se valían en las viñas para acelerar el trabajo y sacarle al jornal todo su jugo. Se buscaba a los braceros más fuertes y rápidos en la faena y se les prometía un real de aumento poniéndolos a la cabeza de la fila. Este era el que se llamaba hombre de mano.

La gran revolución moderna era obra de la religión del dinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más ferviente devoto. Utilizando los descubrimientos de la ciencia, había multiplicado los productos, y disminuido su valor, poniéndolos así al alcance de la mayoría, y facilitando su bienestar.

Estos curas tenían de sínodo 476 pesos, señalados en los reales tributos, los que percibía su religión, quien señalaba los compañeros y coadjutores que le parecía, poniéndolos y quitándolos a su arbitrio, o a pedimento de los curas, y a unos y otros les suministraba lo preciso para su comodidad y decencia.

Otro día por la mañana vino el gran Turco en una fragata á ver las galeras y hiciéronle muy gran salva. Martes 1.º de octubre llevaron á D. Alvaro y á D. Sancho de Leyva y á D. Berenguer de Requesens á caballo, con los más de los soldados que se habían perdido, á pie, tras ellos, y armados muchos con coseletes, poniéndolos por orden de tres en tres, asidos de las manos.

El rico chueta avanzaba los labios, poniéndolos en forma circular como la boca de una trompetilla, y aspiraba el aire con ruido fatigoso. Como todos los enfermos, sentía la necesidad de hablar, y sus palabras eran interminables, entre balbuceos y largos descansos que le dejaban con el pecho jadeante y los ojos en alto, cual si fuese a morir asfixiado.

Y comentaba con alegría infantil los relatos maravillosos de los periódicos: combates de un pelotón de franceses ó de belgas con regimientos enteros de enemigos, poniéndolos en desordenada fuga; el miedo de los alemanes á la bayoneta, que les hacía correr como liebres apenas sonaba la carga; la ineficacia de la artillería germánica, cuyos proyectiles estallaban mal.

El papelito de cien pesetas plegado en un bolsillo de su chaleco pesábale como un lastre que daba a su persona nuevo aplomo; veía tras él la seguridad de otros billetes, de más dinero, todo a cambio de llenar unos cuantos centenares de cuartillas de retazos de libros ajenos, de disparates para él inadmisibles, que el grave senador firmaría sin titubear, poniéndolos bajo el amparo de su empingorotada personalidad.

Completamente ido de la cabeza... manicomio. ¡Que no come! Al manicomio... que le van a poner en Leganés... ¡Ah! ¿Y doña Lupe? Ella y yo... Fortunata hizo con sus dos dedos índices un signo muy expresivo, poniéndolos punta con punta. Habéis reñido... ji ji ji... ¡Qué cosas! Doña Lupe muy lagarta... El gatito que se había subido en el hombro del señor, estaba muy preocupado con la trompetilla.