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Crúzase, por ventura, con la hermana Lucidia, y le dice, al paso, sin detenerse: Grandes nuevas han llegado. Nos uniremos en himeneo, ángel consolador. Nuestro tálamo estará labrado en sándalo; digo, ¡qué impropiedad!, en otras maderas preciosas y adornado con gemas orientales. Ya está Apolonio en la fuente de los laureles, llenando con agua apócrifa la botella de agua de Vichy.

La hermana Lucidia jamás había oído hablar así, ni casi de ninguna otra manera, al taciturno Belarmino. Piensa que, súbitamente, se ha vuelto loco. El señor Colignon eleva los brazos al cielo, en actitud de triunfo y acción de gracias. A la fin, a la fin exclama , ella se deslía la dulce y deliciosa lengua de otras veces. Habla, habla, mi bien amado amigo.

La hermana Lucidia lleva siempre la cabeza inclinada sobre el lado derecho, como si le pesase aquella vergüenza, como si procurase ocultarla o como si presentase la otra mejilla, pálida e intacta, a la adversidad de la agresiva providencia.

Apolonio había elegido para la dispepsia. Hubiera preferido una mancha sanguinolenta en la faz, como la hermana Lucidia; por eso ama y reverencia a la monja. Pero la dispepsia le basta para sus intenciones, que son ofrecer palpable contraste y parangón con Belarmino.

Pero Belarmino, húmedos los ojos, la voz opaca, extiende un brazo, y dice: Ahora, no; ahora, no. Otro día hablaremos; hablaremos, mi muy querido señor Coliñón; hablaremos hasta que el corazón se nos derrita en saliva, y la saliva en palabras, y las palabras en el viento. Levántase Belarmino y va a ocultar su emoción detrás del macizo de laureles. La hermana Lucidia y el señor Colignon se retiran.

¿Qué es lo que es aquello? interroga el señor Colignon, solicitado por insólito revuelo y algarabía que se ha movido entre los viejos, al pie del casón. Belarmino ni siquiera vuelve la cabeza a mirar. Nada le inspira curiosidad. Pasa algún tiempo. La hermana Lucidia se acerca al rincón habitual en donde se halla Belarmino, y le entrega un papelito verdiazul, plegado. Es un telegrama.

Pero, ¿cómo voy a ir hoy, hoy, precisamente, día de Pascua, al refectorio, sin mi botella de agua de Vichy? ¿Qué no dirían los otros, sobre todo alguno que, por desprecio, no nombro? ¿Cuál no sería la humillación, la befa, el escarnio? No, no y no; antes la muerte. ¿Y qué puedo yo hacer, señor Apolonio? A eso iba, celestial hermana Lucidia. La voz de Apolonio tiembla.

A el alazán o el flor de romero. Decídase; seremos felices. Un día, cuando tengamos confianza, me contará usted su drama, el drama espantoso que adivino, pero que no solicito conocer todavía, por no violar el vedado de su conciencia. Decídase, preciosa Lucidia. Lo pensaré, señor Apolonio. Pero, aparte de la escapatoria, que va para largo, usted tiene algo más inmediato que pedirme.

La monja es la hermana Lucidia. Nada vieja; tampoco nada joven.... Sobre el lado derecho de la cara, cogiéndole desde la sien hasta la comisura de los labios, y todo a través del carrillo, tiene ya desde que nació una mancha cárdena, de perfil tentacular, como huella flamante de un bofetón; un bofetón que, antes de salir a la vida, le dió el destino.