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Sacaron a relucir todos los testimonios de maldad que conocían de la esposa del maestrante y resolvieron dar parte de lo que ocurría al conde, aunque averiguándolo antes con más pormenores. Para ello, aquella misma tarde, se pusieron al habla con María la planchadora, que hacía algunos días había salido de casa de Quiñones. Al principio ésta, por temor a las consecuencias, se manifestó reservada.

Tomaba asiento al lado de la dama con una cara larga, larga, que no daba idea cabal de la pasión que debía arder en su pecho. El maestrante había hecho poco caso de aquellos apartes, de las preferencias y las sonrisas insinuantes de su esposa. Les miraba con ojos distraídos, sin venírsele a la mente ninguna sospecha, preocupado enteramente con la verdadera pista.

Saleta, que hacía el cuarto, hablaba con el capellán sentado detrás de él. En torno de la mesa había tres o cuatro personas de pie mirando el juego. Cerca del noble maestrante se hallaba Josefina con los bracitos cruzados esperando su bendición para irse a la cama.

Para disimularla se encaminó al gabinete, diciendo con afectada ligereza que la dejasen libre, que a quien tenía más gana de ver era a D. Pedro. El noble maestrante yacía en su sillón con los naipes en la mano. Sus cabellos y su barba estaban más blancos, pero tan erizados e indómitos. Sus facciones enérgicas parecían más acentuadas; sus ojos hundidos brillaban con fulgor más delirante.

Perdóname el haberte engañado y procura ser feliz, como lo desea tu mejor amigo LuisTrazó los renglones de esta carta con mano trémula. Antes de terminar, algunas lágrimas asomaron a sus ojos. Josefina duerme. El noble maestrante fácilmente dio con el autor de su deshonra. Así que leyó el anónimo y se recobró del susto, sus sospechas fueron a parar al conde de Onís.

Los alaridos de la niña subieron hasta el piso segundo. La esposa del maestrante estaba frente al espejo, arreglándose provisionalmente el pelo. Se detuvo. Un estremecimiento singular corrió por su carne, cierta emoción indefinible y vaga, semejante a un cosquilleo, que no podría decir con seguridad si era de placer o de dolor.

Hay que advertir que para Manín se llamaban macarrones todos los manjares que no conocía, lo cual caía muy en gracia al maestrante. Mientras terminaba tan dignamente aquella comida indecorosa no cesaba de murmurar pestes contra ella, haciendo responsable en parte a D. Cristóbal, a quien dirigía de vez en cuando desde un rincón largas miradas de rencor.

¿A no te habrán dolido nunca las muelas, eh, Manín? preguntó el maestrante, que no podía estar un cuarto de hora sin comunicarse con su mayordomo. ¡Quiá! exclamó el gañán sin abrir los ojos siquiera. ¡Es una roca! manifestó el caballero con verdadero entusiasmo.

Ve a pedir la bendición a tu padrino. La niña se dirigió al gabinete. Estas prácticas del tiempo pasado placían mucho al señor de Quiñones. Josefina se acercó a él con timidez. Aquel gran señor paralítico le infundía siempre miedo, aunque procuraba disimularlo porque así se lo había ordenado su madrina. Señor, la bendición dijo con voz apagada. El alto y poderoso maestrante no hizo caso.

Ambas se miraron a los ojos y se declararon, con un chispazo, el odio que ardía en el fondo de sus almas. Pero habían cambiado las circunstancias. Amalia era cinco años atrás la dama más elegante y distinguida de la población, la única cuyo porte y refinamiento de costumbres trascendía a otra esfera más culta y espiritual. Fernanda la aventajaba ahora infinitamente. Aquélla había envejecido de modo ostensible. Entre sus cabellos se veían ya bastantes hebras plateadas; su tez, siempre pálida, había perdido toda su frescura; además, había perdido el deseo y el gusto para vestirse, se había ido plegando poco a poco bajo la presión de la sociedad ordinaria y cursi que la rodeaba, adaptándose a ella y descuidándose más y más de su persona. El contraste era, por lo tanto, más vivo. Bien lo advirtió la noble esposa del maestrante y se sintió humillada hasta el fondo de su ser. Una sonrisa de despecho contrajo sus labios mientras cambiaba con Fernanda los obligados saludos.