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Actualizado: 31 de mayo de 2025
No sólo gozaba en las óperas cantadas por los primeros artistas y representadas con un lujo que ella no había soñado, sino que tanto, y aun sospecho que más, le placían las piezas en uno o dos actos que se hacían en los teatros por horas. Se desternillaba de risa con los chistes y los gestos de los actores. Como casi todas las andaluzas, tenía muy afinado el sentido de lo cómico.
Por la mañana en el balcón, por la tarde en la Castellana o el Retiro, por la noche en el teatro o en los saraos los enamorados no se perdían apenas de vista y aun puede decirse de oído. Pero donde más se placían por la libertad y confianza que gozaban era en casa de Reynoso.
El tiempo que le dejaban libre sus oraciones lo empleaba en leer libros devotos, los cuales formaron al poco tiempo una biblioteca casi tan numerosa como la de novelas. Las vidas de las santas le placían sobre todos los demás.
Ve a pedir la bendición a tu padrino. La niña se dirigió al gabinete. Estas prácticas del tiempo pasado placían mucho al señor de Quiñones. Josefina se acercó a él con timidez. Aquel gran señor paralítico le infundía siempre miedo, aunque procuraba disimularlo porque así se lo había ordenado su madrina. Señor, la bendición dijo con voz apagada. El alto y poderoso maestrante no hizo caso.
Libre ya del temor al párroco, Obdulia empezó a frecuentar la nueva casa del excusador y a ejercer en ella una alta vigilancia. Enterábase de la ropa blanca, del estado de las sotanas, de los alimentos que más placían al padre, de las particularidades de su cama. Algunas veces venía a ayudar al planchado o llevaba para aplanchar en su casa aquellas cosas más delicadas, como las albas y los roquetes, recosía las medias que se habían roto, quitaba las manchas de las sotanas, etc.
Y las peripecias de éste, contadas minuciosamente por algún testigo, le placían tan extremadamente, que ninguna comida había para él tan sabrosa, ni más grato recreo. Cuando pasaban muchos días sin desafío, don Rosendo languidecía. Las descripciones de los asaltos de armas entre los célebres tiradores de la capital de Francia, excitaban también grandemente su curiosidad.
Así que, con frecuencia, eran víctimas de las bromas de sus amigos y tertulianos, sin que por eso dejase ninguno de profesarles entrañable afecto. Desde tiempo inmemorial tenían costumbre de recibir en su casa por la noche a la juventud de Lancia, particularmente a los muchachos que se placían en asistir por la grandísima libertad que allí disfrutaban. Por acuerdo tácito todos ellos las tuteaban.
Para compensar esta ausencia de persecuciones mortificábase con ayunos y penitencias, ejecutando siempre lo que más le disgustaba. Le repugnaba algún manjar de la mesa; pues se imponía la penitencia de comerlo, dejando, en cambio, otros que le placían extremadamente. Llegó hasta echar en algunos acíbar, a imitación de lo que hacía San Nicolás de Tolentino.
Palabra del Dia
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