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Vieron unos ojos cuyas pupilas de color de ceniza estaban dilatadas por la sorpresa; un rostro de palidez verdosa, algo descarnado, que se coloreó instantáneamente con un acceso de rubor. Parecía asustada de que alguien pudiese oírla. Con un gesto de timidez y contrariedad cerró el instrumento, púsose de pie y marchó hacia la puerta del salón para huir de los dos importunos.

En uno de sus estremecimientos sacó de la envoltura de harapos un pie descarnado y pequeño, completamente negro. La falta de circulación aglomeraba la sangre en las extremidades. Las orejas y las manos se ennegrecían igualmente.

La ignorancia, la rusticidad, la miseria en el vivir completan esta abominable pieza, quitándole todos los medios de disimular su descarnado interior. Contando por los dedos, es capaz de reducir a números todo el orden moral, la conciencia y el alma toda.

Era un viejo alto y descarnado, hasta el punto de traslucirse todos sus huesos; traía una vieja sotana ceñida a la cintura por un orillo de que pendía un rosario, y escapábanse de su gran becoquín largos mechones blancos.

Un lío, otro lío y un liito. El campanario del pueblo. Vuelta al hogar. Exhibición de compras. La saya de la capitana. La pagoda. El 1.° de Julio. Juramento. Misa de vara. Recuerdos de las bodas de Camacho. Un chocolate serio y un descarnado hueso. La tenientela mayora y las juezas. Amontonamiento de alhajas. Lectura del Tadhana. La coronación.

Era un Cristo muerto: la hendidura lívida del clavo atravesaba su diestra que reposaba sobre el descarnado pecho; las llagas enconadas de las espinas, vertiendo sangre aún, se veían en sus sienes; la boca entreabierta; amoratados los labios; los párpados caídos, aunque no cerrados del todo, dejaban ver sus ojos vidriosos y fijos.

En esto entró la amable vecina, echó una ojeada al descarnado esqueleto cuyas angulosas formas dejaban adivinar los trapos que la cubrían. La cara parecía como fundida y achicada, pues la nariz afilada y las sienes hundidas dibujaban duramente sus líneas, y los párpados cerrados le daban una expresión de augusta calma y revelaban una belleza desaparecida hacía mucho tiempo.

El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios. El Palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser y esto era verdad el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo», decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno así le llamaban después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más espiritual de Vetusta, y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar.

Mientras que Kernok expresaba tan libremente su escepticismo, la vieja había estudiado las líneas que cruzaban la palma de su mano. Entonces fijó sobre él sus ojos grises y penetrantes, después aproximó su dedo descarnado a la frente de Kernok, que se estremeció sintiendo la uña de la bruja pasearse sobre las arrugas que se dibujaban entre sus cejas.

Tal vez la poesía la había embellecido al tocarla con el ala de sus rimas; tal vez era la noche la que la transformaba, agrandando sus ojos con un brillo lunar, rellenando de nácar las angulosidades de su rostro descarnado, sustituyendo su color verdoso y enfermizo con una palidez luminosa. ¡Los ojos de animal humilde, agradecido a la caricia, que fijó ella en sus ojos al sentirse contemplada!... ¡La ruborosa confusión con que volvía la cabeza, temiendo insistir en una mirada que podía traicionarla!... Se convenció de que él no había visto hasta entonces a esta mujer, no la había comprendido, limitándose en sus conversaciones a sentir lástima de sus infortunios, como si su vida estuviera agotada y fuese igual a un árbol caído, incapaz de florecimiento...