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Y adoptando el cálculo más hábil del disimulo, el de apropiarse de la ingenuidad y disfrazarse con la sencillez y la franqueza, refirió con toda verdad al padre Cifuentes el escándalo de su vida, la trágica muerte de Jacobo, la calumnia difundida por aquellos enemigos invisibles, la imposibilidad en que estaba de acusarlos a ellos y defenderse ella misma ante los tribunales, y la necesidad que tenía de alguien respetable, de alguna persona autorizada por su santidad y su prestigio que sacase la cara por ella, perdonándole las faltas verdaderas y defendiéndola de los falsos crímenes, concediéndole su protección y su amistad, y rehabilitándola por este solo hecho a los ojos del mundo... Y no pedía esto por ella misma, que nada merecía y así lo confesaba; pedíalo por caridad de Dios, por lástima, por compasión hacia sus propios hijos...

Y como conviene a mi ver, que esta vida del espíritu siga difundida, y no venga a recogerse y a acumularse en Madrid, buscando fama y provecho, creo que también conviene llamar la atención, más aún que sobre los libros que se publican en esta villa y corte, sobre los que en provincias se escriben y se publican.

En medio de nuestra postración política, y a pesar de la discordancia de opiniones y de intereses que nos amenazan de continuo, turbando el reposo y la serenidad de los espíritus, aunque no lleguen todavía a producir muy serios y deplorables disturbios, buen síntoma es que la actividad intelectual se muestre fecunda en España y no reconcentrada en Madrid, sino difundida por toda la Península.

La obra es curiosísima y tan llena de interés en la actualidad, que bien merece se noticia de ella. Voy, pues, á hacerlo, si El Liberal, hospitalaria y bondadosamente, inserta mi escrito en sus páginas de tan popular y difundida lectura. Tan enfurecido está el Sr.

Al oír esto y ver a Lorenzo que se tomaba la cabeza con ambas manos, Melchor se levantó de la mesa, en la que acaso había bebido demasiado, y dando en ella un puñetazo dijo poco menos que a gritos: Con todos tus gestos de ridículo reproche y con todos tus desplantes de moralista recién llegado, , no serías capaz de explicarme satisfactoriamente esta difundida predilección por la madre... este miserable afán de posponer al padre, invariablemente, en el orden de nuestros afectos... esta, cobarde fórmula que la noción del adulterio impone en los espíritus bajos... Habla... te callas, ¿eh?... Y quizás te callas porque empiezas a comprender que te has vinculado, sin reflexionarlo ni un instante, a esa agraviante predilección por la madre que sólo se explica por medio de un raciocinio repugnante: ¡amo a mi madre, sobre todas las cosas, porque tengo la certeza de que soy su hijo!

Es por lo menos muy dudoso que la condición de asustado del infierno y perseguido por los demonios, haya valido para apartar del mal a los hombres, ya que éstos han sido peores en las épocas en que ha imperado con más fuerza, y lo son todavía en las regiones y en las capas sociales en que está más difundida.

Hasta aquí llega lo que podríamos llamar la prehistoria de las castañuelas. La historia moderna es familiar a todos los oídos; el repiqueteo está en todos los tímpanos. La castañuela está ya tan difundida en el mundo como el arpa eólica en los cielos.

Hícela sobre este punto algunas reflexiones, censurando la costumbre, ya tan difundida en Buenos Aires, de presentar a las niñas en sociedad cuando apenas han salido de la infancia. Ello me parece un grave error. A esa edad ni el espíritu ni la mente tienen, no ya madurez, ni siquiera aquel grado de equilibrio elemental que se necesita para frecuentar los salones y actuar en la sociedad.

Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, á dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado, que traía una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. ¡Por San Pedro! exclama dando una voz Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa.

¡Por San Pedro! exclama, dando una voz, Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. Pero sigamos, señores, no ha sido nada añade, volviendo en .