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Y como sabía las señas del embozado, esto es, sombrero gris, capa parda y botas de gamuza, supe que aquel hombre había llegado aquella tarde en un cuartago viejo que me enseñaron en las caballerizas, donde le había mandado cuidar el señor conde de Olivares, caballerizo mayor del rey.

Su Dulcinea era la patria; sus encantadores los enemigos políticos del periódico. Faltábale á su carácter la esencia romancesca que había en el de Quijano el Bueno: de otro modo, le hubiera costado muy poco hacer de su peludo cuartago un Rocinante, y, olvidado de su pleito, salir en busca de aventuras hasta romperse el alma con los verdugos de la perseguida patria.

Demostraba el jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas, leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos.

Pues el jinete de ese viejo cuartago, don Juan Téllez Girón, el marido de doña Clara Soldevilla, el maltratador de don Rodrigo, el salvador de la reina, ha estado á punto de dar con vosotros al traste, señores conspiradores de palacio: á él debéis el haber estado dos días separados de vuestros oficios, aturdidos sin saber de dónde venía el golpe. ¡A él! Mejor dicho, me lo debéis á . Explicáos.

Don Silvestre Seturas tenía cuarenta años de edad, plus minusve, y era todo lo alto, robusto, curtido y cerrado de barba que puede ser un mayorazgo montañés que no ha salido nunca de su aldea natal más allá de un radio de tres leguas, cabalgando en el clásico cuartago, al consabido trote cochinero, como dicen por acá, ó al paso de la madre, expresándonos según los cultos castellanos ... de Becerril de Campos.

Habló casi con júbilo, empleando uno que otro gracejo místico al suplicar a su hijo que no hiciese esperar demasiado al Señor, y que, así como se hallase con fuerzas, montara, luego luego en el cuartago, camino de Salamanca. A vuesa merced, señor Canónigo, toca agora dar a esta alma el empellón que ha menester agregó con inusitada sonrisa, al retirarse.

Otras veces Ramiro curioseaba la negra cocina; el horno del pan, capaz de abastecer a un convento; la panera, donde se guardaban los sacos del diezmo; o, bajando por una rampa de piedra, hacia la derecha del portal, íbase a palmear las mulas y el cuartago en las caballerizas subterráneas.

, pardiez: por ese bravo bastardo de Osuna que se nos presentó hace tres días, sobre un cuartago viejo, á Olivares y á .

Comenzando a contar por los balcones de la fachada principal, que eran otros tantos «coches parados» a ciertas horas de la tarde, en aquel edificio había estimulantes para todos los gustos de los concurrentes desocupados: revistas verbales de paseos, salones y espectáculos..., se entiende, de lo tocante a las hermosas damas de «su mundo» que se hubiesen exhibido en ellos; murmuraciones subsiguientes con ampollas; lecturas breves, bien ilustradas y muy picantes; El Fígaro de París, con sus crónicas escandalosas del demi-monde, por Gacela; la esgrima del florete, de la espada o del sable, no como ejercicio higiénico, sino como artículo de posible necesidad entre gentes que vivían a dos pasos del campo del honor; para el que fuera inclinado a los placeres del estómago, el restaurant: los licores, los vinos exquisitos, las pastas más regaladas..., cuanto se pidiera por la boca; para los temperamentos profundamente enervados por la holganza regalona, el juego; si no entretenían bastante el tresillo o el ecarté, el monte o el bacarrat o el treinta y cuarenta; si abundaba el dinero en casa, para que la emoción resultase, se apuntaba fuerte; y si no lo había y apuraban los compromisos, fuerte también para salir de ellos cuanto antes, o acabar de hundirse en la ruina; en efectivo, si lo había a mano; o en cosa que lo representase, si quedaba crédito bastante, en opinión de aquellos caballeros que se agrupaban allí para desplumarse mutuamente con todas las reglas y cortesías del oficio; para el gomoso enamorado o el hombre presumido, si tenían en poco la librea de la sociedad para ponerse en pública exhibición, estaría a la puerta de la casa y en hora conveniente el exótico cuartago con el blasón de familia en cada metal de sus arreos, en el cual bucéfalo cabalgaría el elegante para dirigirse al Retiro, medir aquella pista a zancadas unas cuantas veces, y desfilar al anochecer por la Castellana a medio galope de podenco; y lo que digo del caballo acontecía con el coche.

Al día siguiente, de mañanita, todo estaba aparejado; y, llegada la hora, sacáronse a la calle, por la puerta principal, las acémilas cargadas, el cuartago para Ramiro y el macho rucio para el Canónigo, quien debía acompañarle hasta Castellanos de la Cañada. Ramiro subió a despedirse de su abuelo.