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Don Silvestre Seturas tenía cuarenta años de edad, plus minusve, y era todo lo alto, robusto, curtido y cerrado de barba que puede ser un mayorazgo montañés que no ha salido nunca de su aldea natal más allá de un radio de tres leguas, cabalgando en el clásico cuartago, al consabido trote cochinero, como dicen por acá, ó al paso de la madre, expresándonos según los cultos castellanos ... de Becerril de Campos.

Pero en la vida moral de este personaje hay algunos detalles que no deben ignorarse, si han de admitirse dos aseveraciones: una, de sus convecinos, que era el más listo de los Seturas, y otra, de su ama de gobierno, que no era últimamente, en genio y en saber, como ella le había conocido.

»Considerando una barbaridad y una injusticia que, aun en caso de tener Seturas alguna razón, se emplease ésta en exigir á los hijos el pago de las torpezas de sus padres, tenía á bien desestimar su pretensión, aconsejándole que se conformara con el fallo y no se metiera en más honduras, no hiciera el diablo que le reclamasen el cambio de algunas columnarias que había entregado borradas entre las restantes monedas de pago

El romancista, que estimaba á don Silvestre porque sabía latín, le propuso el cambio de sus periódicos, y desde luego fué aceptado. No tardó en sucederle á Seturas con los artículos de fondo algo parecido á lo que á don Quijote le sucedió con los libros de caballerías: fascináronle sus írases y acabaron por extraviarle el poco criterio que tenía, amarrándole completamente á la opinión del diario.

Todos los días, por espacio de siete generaciones, un individuo de otras tantas de procurador, llegó á la casa solariega, y nunca se puso el sol quedando aplazada una conferencia por haber dormido fuera del hogar un Seturas; ninguno de ellos se hubiera atrevido á hacerlo sin presagiarse una sentencia fatal. Don Silvestre, al fin, era Seturas, y no quería desmentir su apellido.

Y cuando por las mañanas, al romper el día, le robaban el sueño el cencerreo del ganado que salía al pasto, los silbidos de los criados, las seguidillas de las mozas que iban á la mies, el toque al alba, los ladridos del perro, el cacareo de las gallinas y los relinchos del caballo, lejos de incomodarse, bendecía en sus adentros el instante en que se le ocurrió trocar el agitado torbellino de pasiones de la corte por el obscuro rincón de la vivienda de los Seturas.

Pero este nuevo insulto colmó la medida del sufrimiento de don Silvestre. «¡Canario! exclamó al hallarse en medio de un grupo de calaveras; conque ayer, porque iba al uso de mi tierra, os reíais de ; y hoy que, por complaceros, me visto como vosotros, me toreáis también, sin duda porque no llevar esta librea. Pues tanto, tanto, no lo sufrió jamás un Seturas

No es que yo te los pida, caso de que seas el de marras: te los recuerdo para que caigas mejor en lo que te quiero decir. »Si no fuese usted el que yo deseo, dispense la curiosidad y mande con franqueza á su seguro servidor »Silvestre Seturas. »P.D. El pleito, sin novedad

Y aquí debo advertir que este pleito era de abolengo é inherente al patrimonio de los Seturas, quienes le defendían como punto de honra solariega, habiéndose jurado de generación en generación, las siete que contaba de fecha, gastar hasta la última teja en la rehabilitación de un derecho que estaba tan claro como la ley de Dios. Y los Seturas tenían razón.

Cayeron los primeros autos sobre la mesa, agregáronseles otros nuevos; y cose que te cose fojas y más fojas, murió este cuarto Seturas, y después el Seturas quinto, y vino el sexto de la familia solariega, que ni por morir al pie, como quien dice, del proceso, consiguió adelantar la causa más que sus antecesores que no la movieron un punto; y por último, entró en posesión del vínculo nuestro don Silvestre que, por de pronto, fué tan poco feliz como sus abuelos en el asunto de la rodada, y mucho más desgraciado que todos ellos, por ser el que recibió la herencia más mermada con el perpetuo y cada vez más ancho desaguadero de la curia.