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Los castigos que por esta broma hubo de padecer, no son para contados: pasaba casi todas las horas de recreo encerrado en unas jaulas de madera con rejas de hierro que D. Jaime había hecho construir en el patio para los delincuentes: sobre estas jaulas, y debido a la inventiva de Pppsicología, se habían puesto grandes cartelones con nombres de animales; en uno decía Hipopótamo, en otro Rinoceronte, en otro Bucéfalo, en otro Mastodonte, etcétera, etc.

Me aseguró, por último, que en dos o tres semanas haría de el mejor caballista de toda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por contrabando y de volver de allí, burlando al resguardo, con una coracha de tabaco y con un buen alijo de algodones: apto, en suma, para pasmar a todos los jinetes que se lucen en las ferias de Sevilla y de Mairena, y para oprimir los lomos de Babieca, de Bucéfalo, y aun de los propios caballos del Sol, si por acaso bajaban a la tierra y podía yo asirlos de la brida.

Comenzando a contar por los balcones de la fachada principal, que eran otros tantos «coches parados» a ciertas horas de la tarde, en aquel edificio había estimulantes para todos los gustos de los concurrentes desocupados: revistas verbales de paseos, salones y espectáculos..., se entiende, de lo tocante a las hermosas damas de «su mundo» que se hubiesen exhibido en ellos; murmuraciones subsiguientes con ampollas; lecturas breves, bien ilustradas y muy picantes; El Fígaro de París, con sus crónicas escandalosas del demi-monde, por Gacela; la esgrima del florete, de la espada o del sable, no como ejercicio higiénico, sino como artículo de posible necesidad entre gentes que vivían a dos pasos del campo del honor; para el que fuera inclinado a los placeres del estómago, el restaurant: los licores, los vinos exquisitos, las pastas más regaladas..., cuanto se pidiera por la boca; para los temperamentos profundamente enervados por la holganza regalona, el juego; si no entretenían bastante el tresillo o el ecarté, el monte o el bacarrat o el treinta y cuarenta; si abundaba el dinero en casa, para que la emoción resultase, se apuntaba fuerte; y si no lo había y apuraban los compromisos, fuerte también para salir de ellos cuanto antes, o acabar de hundirse en la ruina; en efectivo, si lo había a mano; o en cosa que lo representase, si quedaba crédito bastante, en opinión de aquellos caballeros que se agrupaban allí para desplumarse mutuamente con todas las reglas y cortesías del oficio; para el gomoso enamorado o el hombre presumido, si tenían en poco la librea de la sociedad para ponerse en pública exhibición, estaría a la puerta de la casa y en hora conveniente el exótico cuartago con el blasón de familia en cada metal de sus arreos, en el cual bucéfalo cabalgaría el elegante para dirigirse al Retiro, medir aquella pista a zancadas unas cuantas veces, y desfilar al anochecer por la Castellana a medio galope de podenco; y lo que digo del caballo acontecía con el coche.

-El nombre -respondió la Dolorida- no es como el caballo de Belorofonte, que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo, ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero, ni Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.

Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban.