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Al oír hablar de sir Roberto Beltz, hizo Diógenes un gesto como si le asaltara gran tentación de risa, y quedóse, sin embargo, muy serio escuchando la narración del gomoso.

De pie junto a él, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, mascándose el bigote, dejaba caer miradas de crítico sobre el maravilloso cristal tan poblado de pelos como humana cabeza, en algunas partes cabelludo, en otras claro, en todas como recién afeitado, gomoso, pegajoso, con brillo semejante al de las perfumadas pringues de tocador. «Es una maravilla... ¡Qué manos!, ¡qué paciencia!

El doctor Montifiori fue el primero en advertir que mi tío era un partido; pero ¿cómo, por qué medio iniciar la campaña diplomática para conseguir sus fines? El insigne gomoso pensó, caviló mucho, hasta que un día se dio un golpe en la frente con la mano, como el hombre que ha encontrado la solución de un problema.

Te preparo una sorpresa dijo Clementina concluyendo de ponerse el sombrero y arreglarse el cabello frente al espejo. El bello gomoso olfateó el aire como un perro que recibe vientos y se acercó a la dama. Si es agradable, veamos. Y si es desagradable lo mismo, groserazo. Todo lo que proceda de debe serte agradable. Convenido, convenido. Veamos repuso disimulando mal su afán.

Entró, me saludó y se llegó a con la gracia, desenfado y ligereza de un pollo o gomoso, no de nuestro siglo decadente, sino de otras edades caballerescas en que fueron los hombres de temple más recio y más fino. Mi vestidura era una elegantísima bata de flexible seda. Pocas mujeres pueden hacer lo que yo hice entonces y puedo hacer y hago todavía.

Comenzando a contar por los balcones de la fachada principal, que eran otros tantos «coches parados» a ciertas horas de la tarde, en aquel edificio había estimulantes para todos los gustos de los concurrentes desocupados: revistas verbales de paseos, salones y espectáculos..., se entiende, de lo tocante a las hermosas damas de «su mundo» que se hubiesen exhibido en ellos; murmuraciones subsiguientes con ampollas; lecturas breves, bien ilustradas y muy picantes; El Fígaro de París, con sus crónicas escandalosas del demi-monde, por Gacela; la esgrima del florete, de la espada o del sable, no como ejercicio higiénico, sino como artículo de posible necesidad entre gentes que vivían a dos pasos del campo del honor; para el que fuera inclinado a los placeres del estómago, el restaurant: los licores, los vinos exquisitos, las pastas más regaladas..., cuanto se pidiera por la boca; para los temperamentos profundamente enervados por la holganza regalona, el juego; si no entretenían bastante el tresillo o el ecarté, el monte o el bacarrat o el treinta y cuarenta; si abundaba el dinero en casa, para que la emoción resultase, se apuntaba fuerte; y si no lo había y apuraban los compromisos, fuerte también para salir de ellos cuanto antes, o acabar de hundirse en la ruina; en efectivo, si lo había a mano; o en cosa que lo representase, si quedaba crédito bastante, en opinión de aquellos caballeros que se agrupaban allí para desplumarse mutuamente con todas las reglas y cortesías del oficio; para el gomoso enamorado o el hombre presumido, si tenían en poco la librea de la sociedad para ponerse en pública exhibición, estaría a la puerta de la casa y en hora conveniente el exótico cuartago con el blasón de familia en cada metal de sus arreos, en el cual bucéfalo cabalgaría el elegante para dirigirse al Retiro, medir aquella pista a zancadas unas cuantas veces, y desfilar al anochecer por la Castellana a medio galope de podenco; y lo que digo del caballo acontecía con el coche.