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En tal situación, presentose inopinadamente en Madrid Nicolás Rubín, el curita peludo, que también tenía sus pretensiones de ingresar no si en el clero castrense o en el catedral, y ambos hermanos celebraron unos coloquios muy reservados, paseando solos por las afueras.

Su Dulcinea era la patria; sus encantadores los enemigos políticos del periódico. Faltábale á su carácter la esencia romancesca que había en el de Quijano el Bueno: de otro modo, le hubiera costado muy poco hacer de su peludo cuartago un Rocinante, y, olvidado de su pleito, salir en busca de aventuras hasta romperse el alma con los verdugos de la perseguida patria.

La extranjera temía siempre ser engañada, como si la desconcertase ver que el héroe legendario resultaba un hombre como los demás. ¿Realmente era togego?... Y le buscaba la coleta, sonriendo satisfecha de su astucia cuando sentía entre las manos el peludo apéndice, que equivalía a un testimonio de identificación. Usté no sabe lo que son esas hembras, maestro.

Nicolás era desgarbado, vulgarote, la cara encendida y agujereada como un cedazo a causa de la viruela, y tan peludo, que le salían mechones por la nariz y por las orejas. Maximiliano era raquítico, de naturaleza pobre y linfática, absolutamente privado de gracias personales. Como que había nacido de siete meses y luego se le criaron con biberón y con una cabra.

Ahora estaba con el peludo pecho al aire, despeinado, sucio de polvo, y unos redondeles elásticos sujetaban las mangas de su camisa para dejar más libres sus manos. Su camarero ofrecía mejor aspecto; pero él guardaba ahorrados algunos miles de pesos en el Banco Español de Bahía Blanca, y además era dueño de mil hectáreas de tierra cerca del pueblo.

Volvieron a estallar los aplausos con motivo de este regalo, y la atención del público, fija hasta entonces en el matador, se distrajo, volviendo muchos la espalda al redondel para mirar a doña Sol, elogiando su belleza a gritos, con la familiaridad de la galantería andaluza. Un pequeño triángulo peludo y todavía caliente subió de mano en mano desde la barrera al palco.

Era García, el peludo García, que dejando su bulto sobre una silla corrió a abrazar a Tristán y a dar la mano a Clara. No pudo conseguir aquél que fuese a su boda y no insistió mucho en la invitación por delicadeza, comprendiendo que el motivo de rehusar era el no poseer traje adecuado.

Al salir de clase un muchacho feo, peludo y desaseado, con quien nunca había cruzado la palabra, le abrazó y le felicitó con entusiasmo. Era García. Desde entonces no tuvo Tristán otro amigo más leal, más cariñoso, más abnegado. Al compás de los progresos que nuestro joven hacía tanto en la Universidad como en el Ateneo y la prensa, crecía en proporción geométrica la admiración de García.

Sorpresa causó, pues, aquella noche ver entrar al peludo diplomático en el caritativo taller de las hilas y acercarse a la condesa con la más risueña de sus caras y el más expresivo de sus gestos; ella dejó escapar al verle una ligera exclamación de infantil alegría, y acrecentó el pasmo de todos gritándole con sus mimitos más suaves: ¡Butrón... un trapito!... Nada, nada, aquí no se quieren ociosos... Venga usted a sacar hilas conmigo... Allí, junto a , en mi mismo trapo...

El peludo señor perdió por completo la cabeza, y temiéndolo todo de la bellaquería de la condesa, que tenía él muy bien conocida, pidió a toda prisa un simón, y sin acordarse para nada de que su barba sin teñir iba a revelar el hasta entonces bien guardado secreto a las lenguas más hábiles en cortar sayos que encerraba la corte, corrió al palacio de aquella equívoca oveja que tanto le importaba conservar en el redil alfonsino.