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No había nada que no mirase con ojos optimistas, y hasta en los males encontraba siempre algo bueno. Una vez, en invierno, se inflamó de repente la chimenea de la clínica; temíase un incendio, y todos los enfermos estaban asustados. Sólo Pomerantzev se felicitaba; tenía la seguridad de que el fuego había destruido a los malignos diablos que, escondidos en la chimenea, aullaban durante la noche.

Después, a la alta noche, en las tabernas de apaches y de meretrices, a la hora de la fatiga del amor callejero, Verlaine arrojaba los luises que había demandado, como una lluvia de oro, sobre la dolorida canalla. Así sus versos eran una lluvia de estrellas sobre los vulgos que aullaban y le ofendían al verle pasar borracho por su lado. En su barrio tenía una popularidad grotesca.

En vano el alcalde y el gobernador que habían escapado al desastre, trataban de restablecer el orden: ni siquiera podían conseguir hacerse oír, ya que eran algunos millares de seres magullados o aplastados los que aullaban a la vez. Las autoridades estaban ya invocando a los últimos santos del calendario, cuando aquel inmenso montón de hombres se disipó como por encanto.

Luego hablaba de sus lentas excursiones por la sierra de Guadarrama, siguiendo el curso de los riachuelos que bajan de las cumbres la nieve líquida, de una transparencia de cristal, alimento de los ríos; de los prados con su hierba llena de florecillas; del aleteo de los pájaros que venían a posarse entre los cuernos de los toros adormecidos; de los lobos que aullaban durante la noche, siempre lejos, muy lejos, como asustados por la procesión de fieras que llegaban tras el cencerro de los cabestros a disputarles su parte de bravía soledad... ¡Que no le hablasen de Madrid, donde se ahoga la gente!

Otoño sollozaba en el monte verdinegro y adusto; en los parques lloraban los violines verlenianos, y la Desnarigada rondaba el palacio. La veían los perros errantes, que aullaban a la luna.

Vió un cañón acostado, con las ruedas rotas y en alto, entre muchos hombres que parecían dormir; vió soldados que se tendían y doblaban la cabeza sin un grito, sin una contracción, como si los dominase el sueño instantáneamente. Otros aullaban arrastrándose ó caminaban con las manos en el vientre y las posaderas rozando el suelo. El viejo experimentó una sensación aguda de calor.

Muchos no conseguían siquiera el consuelo de verse recogidos: aullaban en medio del campo, hundiendo en el polvo ó en el barro sus miembros sangrientos; expiraban revolcándose en sus propias entrañas... Y don Marcelo, que horas antes se consideraba el ser más infeliz de la creación, experimentó una alegría cruel al pensar en tantos miles de hombres vigorosos deshechos por la muerte que podían envidiar su vejez sana, la tranquilidad con que estaba tendido en aquel lecho.

En aquella avenida vi también el cortejo de un funeral de Mandarín, todo ornado de oriflamas y banderolas; grupos de hombres fúnebres quemaban papeles en braserillos portátiles; mujeres desarrapadas aullaban de dolor revolcándose sobre los tapices; después se levantaban, y un koolí, vestido de blanco, en señal de luto, les servía el en un gran plato en forma de ave.

En el páramo de Solares, que separa el barrio de Arriba del de Abajo, pasaban lances cómicos: capas que se enrollaban en las piernas y no dejaban andar a sus dueños; enaguas almidonadas que se volvían hacia arriba con fieros estallidos; aguadores que no podían con la cuba, curiales a quienes una ráfaga arrebataba y dispersaba el protocolo, señoritos que corrían diez minutos tras de una chistera fugitiva, que, al fin, franqueando de un brinco el parapeto del muelle, desaparecía entre las agitadas olas.... Hasta los edificios tomaban parte en la batalla: aullaban los canalones, las fallebas de las ventanas temblequeaban, retemblaban los cristales de las galerías, coreando el dúo de bajos, profundo, amenazador y temeroso, entonado por los dos mares, el de la bahía y el del Varadero.

Los niños gemían con un llanto igual al balido de los corderos; los hombres miraban en torno con ojos de espanto; algunas mujeres aullaban como locas. Las familias se habían disgregado en el terror de la huída. Una madre de cinco pequeños sólo conservaba uno. Los padres, al verse solos, pensaban con angustia en los desaparecidos. ¿Volverían á encontrarlos?... ¿Habrían muerto á aquellas horas?...