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Cuando Pomerantzev hubo conseguido que todos los enfermos se sentasen en semicírculo, la señora de los cabellos sueltos propuso de repente que se jugase un rato al anillo, y no hubo ya tribunal posible. Media hora después, Pomerantzev y Petrov charlaban amistosamente, como si nada hubiera ocurrido: habían olvidado por completo su desavenencia.

Todas las noches, desde las diez hasta las seis de la mañana, permanecía en el restorán Babilonia, y era incomprensible cómo tenía tiempo para dormir, para vestirse con tanto atildamiento, para afeitarse diariamente y aun para perfumarse un poquito. Pomerantzev estaba siempre contento de todo y de todos.

Petrov, considerablemente calmado después del ataque de la víspera, miraba fijamente, ora a los pájaros, ora al médico. Guardaba un silencio tenaz. Pomerantzev también había enmudecido, y con gesto severo miraba a lo alto. Se está bien ahora en casa dijo con una voz que parecía, no se sabe por qué, de asombro . No estaría mal tomar ahora te. ¡Vuelan aquí! dijo Petrov.

Y siguieron andando, sumidos uno y otro en sus reflexiones. ¿Por qué siento a veces en el pecho, bajo el corazón, algo que me oprime, que me pesa? Di, Nicolás. ¡Es natural! En una casa de locos no puede uno menos de fastidiarse alguna vez. ¿Crees...? Pomerantzev volvió la cabeza hacia San Nicolás. Este le miraba con afecto y sonreía dulcemente. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.

Al comienzo de la enfermedad de Pomerantzev su mujer, de quien se había separado hacía quince años, pretendió tener derecho a su pensión; para conseguirla, hasta hizo que un abogado litigara en su nombre; pero perdió la causa, y el dinero quedó a la disposición del enfermo. La clínica se hallaba fuera de la ciudad.

Desde un principio, Pomerantzev se percató de que se hallaba en una casa de locos, pero le tenía sin cuidado: estaba seguro de que, si quisiera, podía convertirse en espíritu puro y volar así por todo el mundo.

Pomerantzev, indignado al oír tales acusaciones, retrocedió unos cuantos pasos, tendió solemnemente la mano derecha y dijo con voz grave: ¡Señor Petrov, es usted un monstruo! No volveré nunca a darle a usted la mano. Voy a pedir a nuestros compañeros que juzguen su conducta innoble. Y, en efecto, dio al punto principio a la organización de un tribunal. Pero la tentativa fracasó.

Temía haber dejado algo por hacer. Y seguía apresuradamente su camino. Cuando llegó la noche, Pomerantzev trató en vano de conciliar el sueño: daba vueltas, suspiraba; pensaba en mil cosas, pero no lograba dormirse. Entonces se volvió a vestir y se fue a ver al muerto. El largo corredor no estaba alumbrado sino por una lamparilla, y apenas se veía en él.

En la cámara mortuoria ardían tres gruesos cirios, y otro, muy fino, alumbraba el breviario que leía en alta voz una monja llamada para velar al muerto. Había mucha luz en la estancia; el aire estaba impregnado de olor a incienso. Cuando entró Pomerantzev, su cuerpo proyectó sobre el suelo y sobre las paredes algunas sombras vacilantes.

Pero él la había visto allí, detrás de aquel árbol, con su gorra de piel y sus terribles ojos fijos en la ventana. Al contar todo esto a Pomerantzev, parecía lleno de un terror que apagaba su voz y se manifestaba también en la agitación de su barba.