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Deme usted su breviario, hermanita propuso Pomerantzev a la monja . La reemplazaré a usted un rato. La monja, que, en plena juventud, se pasaba la vida leyendo oraciones a la cabecera de los muertos, aceptó muy gustosa la proposición y se retiró a un ángulo del cuarto. Había tomado a Pomerantzev por un miembro del personal de la clínica o por un pariente del difunto.

¡Muy bien, Georgi Timofeievich! respondió con voz débil, sonriéndole afectuosamente . Me gusta mucho verle a usted trabajar. Pomerantzev no ignoraba que la enfermera estaba enamorada de él, y, aunque no podía corresponder a tal amor, respetaba sus sentimientos y procuraba no comprometer a la muchacha con cualquier imprudencia.

Se puso pálido y se acercó más al doctor. ¿Vamos? propuso éste . Usted, señor Pomerantzev, vaya delante. Estas palabras sonaron en los oídos de Pomerantzev como una llamada al poder. Se irguió orgullosamente, y empezó a andar con paso firme, imitando con las manos los movimientos de un tambor y tarareando algo parecido a una marcha guerrera. ¡Tam-tara-ta-tam! ¡Tam-tara-ta-tam!

A las cuatro, cuando se hizo salir un rato a los enfermos a tomar el aire, las avenidas estaban completamente secas, el suelo parecía de piedra y las hojas caídas crujían bajo las pisadas. El doctor, Pomerantzev y Petrov se paseaban a lo largo de la avenida.

Y hablaban, precisamente, de la enfermera y de su belleza; uno y otro estaban de acuerdo en que tal belleza existía; pero Pomerantzev afirmaba que era una belleza de ángel, mientras que Petrov sostenía que era una belleza de demonio. Luego Petrov habló largamente, en voz baja, de sus enemigos. Tenía enemigos que habían jurado perderle.

dijo con tono decidido ; era mi mejor amigo. Mi amigo de la infancia. Yo soy su madre. Me da gusto oírle a usted hablar así de mi pobre Sacha. Permítame usted que le hable un poco. Pomerantzev se imaginó que él era el doctor Chevirev, que escuchaba las quejas de los enfermos. Adoptando una actitud grave, atenta y suplicante, respondió con mucha cortesía: ¡Estoy a sus órdenes!

Detrás de una de ellas, al lado izquierdo del pasillo, oyeron un ruido seco y monótono; el loco que llamaba a las puertas se entregaba infatigablemente a su ocupación predilecta. ¡Llama! dijo Pomerantzev a San Nicolás, sin levantar la cabeza. ¡Llama! respondió el otro, sin levantar la cabeza tampoco. ¡Muy bien! ¡, muy bien! confirmó San Nicolás.

Se diría que tanto ella como Pomerantzev, que apoyaba tranquilamente el codo sobre el ataúd, se habían olvidado del muerto; la vieja estaba tan cerca de la muerte, que no le atribuía una gran importancia y la concebía como otra vida misteriosa; Pomerantzev, por su parte, ni siquiera pensaba en ella.

No había nada que no mirase con ojos optimistas, y hasta en los males encontraba siempre algo bueno. Una vez, en invierno, se inflamó de repente la chimenea de la clínica; temíase un incendio, y todos los enfermos estaban asustados. Sólo Pomerantzev se felicitaba; tenía la seguridad de que el fuego había destruido a los malignos diablos que, escondidos en la chimenea, aullaban durante la noche.

Además, los gritos, al través de los muros, parecían de hombres que estaban de broma, a lo que contribuían no poco ciertos enfermos, que cantaban en sus momentos de crisis. La habitación de Pomerantzev estaba arriba, y su ventana daba al bosque.