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Ni siquiera advirtió la salida de Pomerantzev, y solo en su aposento, iba y venía con paso nervioso, se oprimía con desesperación la cabeza entre las manos, hablaba efusivamente y lloraba. Luego comenzó a amenazar con los puños cerrados a sus enemigos invisibles y a llorar aún más amargamente, con mayor desconsuelo.

En primavera y verano trabajaban en la huerta, cultivaban flores y parecían hombres llenos de salud, normales. En todas estas ocupaciones, Pomerantzev era siempre el primero. Sólo tres de los enfermos no tomaban parte en los trabajos ni en los juegos: Petrov, el de la larga barba; el enfermo que llamaba día y noche a las puertas, y una doncella cuarentona, de nombre Anfisa Andreievna.

Veo que no me olvidas. No tiene importancia: llevo pantuflas. Con botas es más difícil volar. ¡Llama! dijo Pomerantzev . Vámonos volando a cualquier parte, ¿te parece? Porque, ya ves, me aburro aquí. ¡Me aburro tanto! Además, me duelen las piernas. ¡Bueno, volemos! aceptó San Nicolás. Y volaron. En el corredor, mal alumbrado, reinaba un silencio inquietante.

Entonces añadía: Descanse usted un poco; mientras tanto, yo llamaré. Por espacio de algunos minutos, Pomerantzev llamaba concienzuda y enérgicamente con el puño en la puerta. El otro descansaba, frotándose las manos y mirando con ojos asombrados, y al mismo tiempo indiferentes, al cielo, al jardín, a la clínica, a los enfermos. Era de elevada estatura, hermoso y fuerte aún.

Hace un momento, por ejemplo seguía diciéndole confidencialmente a Pomerantzev, acariciándose la larga barba , hace un momento coqueteaba con usted y conmigo, y estoy seguro de que ahora se está burlando de nosotros, y, escondida detrás de la puerta, ¡está llamándonos imbéciles! ¡Está ahí, créame usted! Hasta juraría que está haciéndonos muecas. ¡Oh, conozco muy bien a esa maligna criatura!

La tristeza, como si fuera un ser viviente, se posó en su pecho y le clavó las garras en el corazón. Así permanecieron ambos, estrechamente unidos, mientras fuera, en el jardín, caían gruesas gotas de nieve derretida, y todo era claridad, luz radiante. Se oía, hacia el estanque, una risa jovial; era Pomerantzev, que echaba al agua barquitas de papel y se reía, lleno de júbilo.

¿Por qué lloras? Sonríes y lloras al mismo tiempo. ¿Y ? también sonríes y lloras. Y siguieron andando, sumidos en sus reflexiones. ¡Llama! dijo Pomerantzev. ¡Llama! respondió San Nicolás. Me das lástima, Nicolás. Estando tan viejo, tan enfermo, tan falto de fuerzas, andas sin cesar, vuelas sin descanso sobre la tierra y no te cuidas de nada. Ahora has venido por los aires a visitarme.

Al principio, Pomerantzev leía muy bien, con voz expresiva; pero los cirios y las flores que cubrían el cuerpo del difunto no tardaron en atraer su atención. Acabó por leer de un modo incoherente, saltándose muchas líneas. La monja se aproximó a él sin que lo advirtiese, y, suavemente, le quitó de la mano el breviario.

Pomerantzev se calmó, y hasta hizo rabiar un poco al doctor, que parecía muy asustado con la queja de su enfermo. No hay que apurarse tranquilizaba éste al doctor . Ya está todo arreglado. Los enfermos no eran muy numerosos en la clínica: once hombres y tres mujeres.

El trabajo hacía entra en calor a Pomerantzev, que estaba fatigado y sudando; pero se sentía feliz y miraba con ojos encantados alrededor. El día primaveral sonreía. De los tejados, de los árboles, del muro, caían lentamente gotas de agua, que lo ennegrecían todo en torno. Se aspiraba el olor de la nieve derretida, del estiércol, los mil olores indefinibles de la primavera.