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Actualizado: 12 de mayo de 2025
¿Romper el hielo? ¡Dios mío, me entusiasma! Romper el hielo es ayudar a la primavera. ¡Verdaderamente, doctor, es usted un hombre excelente! Y usted un hombre feliz. Se separaron grandes amigos. Un cuarto de hora después, Pomerantzev, todo salpicado de hielo y de nieve, trabajaba enérgicamente con la pala, hundiéndola en el hielo, ya medio fundido y semejante a azúcar cande.
Por el camino, la anciana comenzó de nuevo a decir cosas insensatas; su hijo hacía gestos de impaciencia y miraba con mal humor los tristes campos, despojados por el otoño de su pompa. En consideración al carácter tranquilo de Pomerantzev, no se le cerraba nunca la puerta de la habitación. Durante todo aquel día inquietante anduvo de un lado para otro por la clínica.
¡Mire usted cómo trabajo! gritaba Pomerantzev a la enfermera, una muchacha bajita, envuelta en una capa de pieles. Estaba sentada en un banco, dando pataditas en el suelo para calentarse los pies, y vigilaba a los enfermos. La naricita se le había puesto encarnada a causa del frío.
Pomerantzev estaba satisfechísimo de su cuarto, y se pasaba largos ratos contemplando los cuadros, de los que uno representaba una muchacha guardando unos patos; otro, un ángel bendiciendo la ciudad, y el tercero, un rapaz italiano. Invitaba a todos a visitar su cuarto, y tenía una singular complacencia en que el doctor Chevirev fuese a verle lo más a menudo posible.
Además de estar loco, padecía del estómago, de gota y otras muchas enfermedades; a veces el doctor le ponía a régimen; a veces le privaba durante un día entero de todo alimento; pero a Pomerantzev todo esto le tenía sin cuidado.
Y llorando suavemente, le contó a Pomerantzev todos sus sufrimientos, todos sus dolores de madre, que veía a su hijo perdido y no podía hacer nada por él. Y de nuevo pareció querer justificarse, demostrar algo, sin lograrlo.
Por la mañana levantábase agotado, cansado, con las piernas hinchadas y un dolor horrible en todo el cuerpo, y tosía terriblemente durante horas y horas. ¡Qué! ¿Cómo se encuentra usted hoy? le preguntaba el doctor, sentándose a su lado en la cama. Pomerantzev, esforzándose en contener la tos, respondía: Me encuentro admirablemente. ¡Nunca me he sentido tan bien!
El guarda, habiendo visto desde lejos llegar al doctor, abrió la puerta de par en par. Pomerantzev entró el primero, con paso solemne, la cabeza orgullosamente echada atrás y tamborileando. Los otros dos le seguían. En el umbral de la puerta, Petrov dirigió una mirada atrás, y su rostro expresó un miedo horrible. A media noche se levantó un viento muy fuerte.
El doctor y Petrov callaban; Pomerantzev se divertía en hundir los pies entre las hojas secas, y miraba a cada instante atrás, para ver si quedaban huellas. Charlaba acerca del otoño en Crimea, aunque él no había estado allí nunca; acerca de la caza, que no conocía, y acerca de otras muchas cosas incoherentes, pero divertidas y no desprovistas de interés. ¡Sentémonos! propuso el doctor.
De pronto, a algunos pasos de distancia, vio a San Nicolás, el taumaturgo. Era un hombrecillo de pelo gris, con pantuflas tártaras muy agudas y una pequeña aureola dorada alrededor de la cabeza. Pomerantzev avanzaba cabizbajo, y el santo también, sin ruido alguno, como si anduviese sobre una espesa alfombra. Durante largo rato, uno y otro guardaron silencio.
Palabra del Dia
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