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El doctor dio orden de que le dejasen siempre abierta la puerta de la habitación, y el enfermo no se acordaba de que había en la casa otras puertas cerradas, y estaba muy contento. Pero desde que abandonó el lecho se le oyó llamar a la puerta vecina. Pomerantzev también se resfrió. Tuvo un fuerte romadizo; además perdió la voz, y sólo podía hablar bajito. Sin embargo, estaba de excelente humor.

Y la vieja, de pronto, le cogió la mano a Pomerantzev y se la llevó a los labios. El se puso muy colorado, como se ponen los hombres que ya peinan canas y tienen arrugas en la cara, y exclamó con indignación: ¡Vamos, señora, vamos! ¿Se les besa la mano a los hombres? Y salió de la estancia. El corredor estaba mal alumbrado. Pomerantzev marchaba lentamente.

Al principio de su estancia en la clínica tenía los dedos hinchados y cubiertos de cicatrices; pero con el tiempo se fueron tornando insensibles, la piel se endureció, y cuando llamaba, se podía creer que sus dedos eran de piedra. Pomerantzev se creía obligado a charlar un poco con él siempre que le encontraba. ¡Buenos días, señor! ¿Sigue usted llamando?

¡! respondía el otro, mirando a Pomerantzev con sus grandes ojos tristes y extrañamente profundos. ¿No abren? No respondía el enfermo. Su voz era débil, suave, como un eco, y tan extrañamente profunda como sus ojos. ¡Déjeme usted, voy a abrir! decía Pomerantzev. Y empezaba a empujar la puerta, a forzar la cerradura; pero la puerta no cedía.

Tenga la bondad de sentarse. Estará usted mejor. No, gracias; estoy bien así. Diga usted, ¿no es verdad que mi pobre Sacha no era un mal hombre? ¡Era un hombre excelente! exclamó con sincero acento Pomerantzev . Era el mejor de los hombres que he conocido. Claro es que tenía sus defectillos; pero... ¿quién no los tiene?

El doctor le regaló diez tarjetas postales ilustradas, y Pomerantzev se dedicó a la tarea de componer un catálogo de sus cuadros. Trabajó durante mucho tiempo en el dibujo de la cubierta. Comenzó por dibujar su propia persona, como propietario de los cuadros, y esto le gustó tanto que repitió el retrato en todas las páginas.

En pie ante el ataúd, con la cabeza ligeramente echada a un lado, contempló al muerto unos momentos, admirándole, como un pintor admira su cuadro. Después arregló un poco la levita del difunto, y le dijo, como para tranquilizarle: ¡Duerme tranquilo, hermano mío! No tardaré en volver. ¿Conocía usted a mi pobre Sacha? preguntó la vieja, acercándose. Pomerantzev se volvió hacia ella.

En el verano había sembrado una mata de sandías, y cuando estuvieron en sazón le regaló la más hermosa a la enfermera. Esta quiso dársela a la cocinera para que la sirviese en la mesa; pero Pomerantzev no lo permitió; la colocó él mismo sobre el velador, en la habitación de la enfermera, y acudía a cada momento a admirarla: le recordaba vagamente el globo terráqueo y le sugería grandes ideas.

Por fortuna, San Nicolás le curó en seguida, soplándole en la cara. El niño se puso al punto muy alegre y pidió de beber. Yo y San Nicolás lloramos de alegría. ¡Palabra de honor! Los ojos de Pomerantzev se llenaron de lágrimas; pero se apresuró a secárselas, y añadió en son de broma: ¡Vaya un doctor San Nicolás! No se parece usted a él...

Cuando ya no cupo duda de que Egor Timofeievich Pomerantzev, el subjefe de la oficina de Administración local, había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta, que produjo una suma bastante importante, y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada.