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Pero había de ser en la calle, pues todos ellos sentían cierta repugnancia a empujar las cancelas, como si los cristales fuesen un muro infranqueable. Los largos años de sumisión y cobardía pesaban sobre la gente ruda al verse frente a sus opresores. Además, les intimidaba la luz de la gran calle, sus anchas aceras con filas de faroles, el resplandor rojo de los balcones.

Al empujar la puerta vieron al joven revolcándose por el suelo y mesándose los cabellos mientras lanzaba imprecaciones y palabras incoherentes. Carlota quiso precipitarse a su socorro, pero la retuvo Miguel. ¡Silencio! le dijo al oído. No temas. Tu marido se halla en la hora negra del artista. Las sacras musas duermen o están ocupadas en este momento y no pueden atenderle.

Entonces, no sólo pensó en que iba a perder en la estima de usted, sino que temió también ser causa de otros males al empujar a dos hombres a odiarse, probablemente a matarse. Ferpierre había hablado con mayor dureza aún, cual si el hombre que se hallaba en su presencia fuera el acusado, no el acusador.

El arroyo al ver al caminante, le dijo: «Ya ves, amigo, qué débil estoy: apenas puedo dar un paso ni tengo fuerzas bastantes para empujar esas ramillas incómodas que embarazan mi senda. Tampoco puedo dar un rodeo para evitarlas, porque me fatigaría demasiado. puedes fácilmente sacarme de este apuro, apartándolas con tu pico.

La chismografía, caro lector, no ha sido jamás, según opinión generalmente admitida, patrimonio del sexo fuerte, pero, con todo, me veo obligado a declarar que apenas se hubo cerrado la puerta tras de Magdalena, cuando nos apiñamos cuchicheando, sonriéndonos y trocando entre nosotros sospechas, suposiciones y mil hipótesis respecto de nuestra bonita patrona y su extraño huésped: creo que hasta llegamos a empujar a aquel imbécil paralítico, que estaba quieto como una esfinge, sin voz, en medio de nosotros, oyendo con la serena indiferencia del pasado en sus ojos, nuestra charla inacabable.

Amparo que solía empujar a Chinto, y no por vía de halago, bien lo sabe Dios, sino de pura rabia que le tuvo siempre. Si pudiese leer en el alma del paisano, adivinar cómo le hervía la sangre al acercarse a ella, le hubiera cobrado asco amén del odio inveterado ya. Para Amparo, hija de las calles de Marineda, ciudadana hasta la médula de los huesos, Chinto era un ilota.

Sabe usted, yo quisiera que todo viviese, que todo comenzara a marchar, no dejar nada parado, empujar todo al movimiento, hombres, mujeres, negocios, máquinas, minas, nada quieto, nada inmóvil... Extrañas ideas murmuró Briones. Concluía el camino y comenzaban las sendas a dividirse y a subdividirse, escalando la altura.

Cierto; sin el ardid que había empleado con la nihilista, el Príncipe y ella misma habrían continuado negando, escudándose con la verosimilitud del suicidio. Era también evidente que de los dos, el más cuidadoso de la salvación común había sido, desde los primeros días, la Natzichet. En todos los interrogatorios se había esforzado visiblemente por empujar al Príncipe a la defensa.

Guillermina, en aquellas grandes crisis oratorias, tuteaba a todo el mundo... Después de empujar hacia la puerta a Jacinta y a Rafaela, volviose al desgraciado, que no acertaba a decir palabra, y echándose a reír con angélica bondad, le habló en estos términos: «Perdóname que te haya tratado duramente como mereces... Yo soy así. Y no te vayas a creer que me he enfadado.

¡! respondía el otro, mirando a Pomerantzev con sus grandes ojos tristes y extrañamente profundos. ¿No abren? No respondía el enfermo. Su voz era débil, suave, como un eco, y tan extrañamente profunda como sus ojos. ¡Déjeme usted, voy a abrir! decía Pomerantzev. Y empezaba a empujar la puerta, a forzar la cerradura; pero la puerta no cedía.