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Estudié la masa enorme en las rocas con que está construida, en las fragosidades del terreno que, según los puntos de vista, las horas y las estaciones, le dan tan gran variedad de aspecto, ora graciosos, ora terribles; la estudié en sus nieves, en sus hielos y en los meteoros que la combaten, en las plantas y en los animales que habitan en su superficie.

Los escondo, pues, á todos y hasta procuro olvidarlos, y voy á decir aquí, sin atender á nadie, y en cifra y resumen, lo primero que acuda á mi mente, ora sea creación suya, ora sea reminiscencia de lo que he leído.

Ora cruza el visitante esas salas-mosáicos, encantadoras, que pertenecen al afeminado pero poético estilo oriental ó morisco, con sus techumbres cuajadas de filigranas, sus mil colores pintorescos, sus caprichos de inspiración, su regularidad de ejecucion, su voluptuoso refinamiento de combinaciones.

Aplíquese esta costumbre á nuestra raza latina, ora sea francesa, italiana ó española; á la media hora de estar reunidos se han roto la cabeza algunos de los convidados, y cada vez que se encuentren juntos bebiendo habrá disputas.

Esas filas de montes, que van á unirse á la gran cresta de las cumbres principales, son vagamente paralelas no obstante ser dentadas, y ora se aproximan, ora se alejan aparentemente, según el juego de las nubes y el andar del sol.

Los reyes de España tenian la costumbre piadosa de celebrar sus triunfos militares con la ereccion de iglesias, ora se tratase de los Sarracenos, ora de los Portugueses ú otros enemigos.

Ese camino es el de la cavilación científica, del severo meditar, de los argumentos, antinomias y silogismos, del método lógico, ya subiendo por el análisis, ya bajando desde la síntesis, operaciones todas contrarias por naturaleza a la poesía: la cual no puede construir ese palacio encantado, ora sea de la verdad, ora del sofisma deslumbrador, sin que esto se oponga a que entre en él cuando esté ya construido, y le célebre en un himno, en un ditirambo, en un epinicio, o en una oda colosal.

Ramiro sintió impulsos de salir al balcón y lanzar un denuesto contra aquel galancete, rubio como un extranjero, blanco y sonrosado como una hembra. No bien despabilada todavía, la guedeja en desorden, los ojos medrosos de luz, y desperezando, ora un brazo, ora el otro, Beatriz, sentada al borde del lecho, dejábase vestir por sus esclavas y doncellas.

La llama extendía sus lenguas, que más bien parecían manos con dedos de fuego y uñas de humo, las cuales acariciaban la convexidad del cazuelón, y ora se escondían, ora se alargaban resbalando por el hollín.

Soy yo... ¿No me conoces? Asombrado Diógenes, miraba aquella extraña aparición sin acertar a decir palabra, e interrogaba con la vista, ora a la marquesa, ora a otro padre más joven que tras el viejo había entrado; este añadió: Soy el padre Mateu..., tu inspector del Colegio de Nobles... ¿Te acuerdas?...