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Hacía tres años que estaba abonado al segundo curso de la Facultad de Medicina, consecuencia heroica de la que no estaba arrepentido; y tan amante era del trabajo y de la actividad, que por no estarse en los cafés charlando como un necio, pasaba los días y gran parte de las noches en los círculos recreativos, unas veces peinando barajas y otras sacrificando pesetas, para que no se dijera que en España todo decae, hasta el respetable gremio de los «puntos».

Julián retrocedió, y la jarra tembló en su mano, vertiéndose un chorro de agua por el piso. Cúbrase usted, mujer murmuró con voz sofocada por la vergüenza . No me traiga nunca el agua cuando esté así... no es modo de presentarse a la gente. Me estaba peinando y pensé que me llamaba... respondió ella sin alterarse, sin cruzar siquiera las palmas sobre el escote.

En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras a que se orearan, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda: era el polvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzas negras y aceitosas, o las guedejas rubias, y tenían todo aquel matorral echado sobre la cara como un velo.

A las niñas del lañador y a D.ª Melchora, la que borda en fino, les puede trastornar el seso este caballero contándoles esas batallas fabulosas de prusianos y rusos, con lo de que si el Emperador fué por aquí o vino por allí. Hombres como yo no se tragan bolas tan terribles, ni ha estado uno veinte años mordiendo el cartucho y peinando los rizos del Sr.

Una mañana de aquellas estaba peinando la acrespada peluca del Niño con su mano alba y tersa, cuando sintió una inquietud medrosa que le hizo volver la cara. Por la puerta entornada, los ojos felinos de Julio la perseguían, apostados en la oscuridad como una maldición. Fernando se complacía en manifestar a Carmen una simpatía franca, llena de atenciones.

Algunas mujeres lavaban ropa en grandes artesones, otras se estaban peinando fuera de las puertas, como si dijéramos, en medio de la calle. «Van ustedes perdidos» nos dijo una que tenía en brazos un muchachón forrado en bayetas amarillas. Buscamos la casa de D. Francisco Bringas. ¿Bringas?... ya, ya dijo una anciana que estaba sentada junto a la gran reja . Aquí cerca.

Toda la sangre de sus abuelos estaba allí. Cinco ó seis generaciones de Barrets habían pasado su vida labrando la misma tierra, volviéndola al revés, medicinando sus entrañas con ardoroso estiércol, cuidando que no decreciera su jugo vital, acariciando y peinando con el azadón y la reja todos aquellos terrones, de los cuales no había uno que no estuviera regado con el sudor y la sangre de la familia.

Aunque la llamase no era regular venir en ese traje.... Otra vez que se esté peinando que me suba el agua Cristobo o la chica del ganado... o cualquiera.... Y al pronunciar estas palabras, volvíase de espaldas para no ver más a Sabel, que se retiraba lentamente.

Su Excelencia quiso cortar el giro de la conversacion y soltando las cartas que había estado peinando dijo entre serio y risueño: ¡Vaya, vaya! basta de bromas y juegos; trabajemos, trabajemos de firme que aun tenemos media hora antes del almuerzo. ¿Hay muchos asuntos que despachar? Todos prestaron atencion.

Pero el afán de singularizarse asombrando al vecino tomaba su desquite en los líquidos, y equivalían a títulos de suprema distinción las botellas que figuraban en las mesas: unas, blancas y puntiagudas como agujas góticas, cuyas etiquetas evocaban la imagen del padre Rhin pasando entre castillos y peinando sus barbas de espuma en los puentes medievales; otras, negras, con la cabezota de corcho afirmada en un casco de alambres y de láminas metálicas, llevando sobre los hombros, cual regio toisón, el collar obscuro y las letras de oro de su champañesco origen.