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Pero, en fin, yo he venido a verla a usted, por consejo de Clotilde, para que influya sobre la voluntad de la muchacha. ¿Quiere usted hacerme este favor? ¿Le parece a usted mi nieto digno de ella? Dignísimo, misia Melchora.

Hubo también, así en los tiempos antiguos como en los modernos, otros Nuezvanas, Ponces y Ebros insignificantes y oscuros; pero misia Melchora sólo considera como suyos a los que figuran en la historia.

Ignoro la influencia que pueda yo ejercer en esto sobre ella. Y diga usted, misia Melchora: si Clotilde, a viva fuerza, quieras que no quieras, obligara a su hija a casarse, ¿usted aceptaría para su nieto un matrimonio así formado? Todo, menos un campanazo; todo, menos que mi nieto, un Nuez vana, quede desairado y en ridículo.

El portero me trae una tarjeta: «Es una señora vie-jita dice , y pregunta si la señora puede recibirla». Leo: Melchora Ponce del Ebro de Nuezvana.

Bueno; lo que deseo, en resumen, es una respuesta definitiva, porque, con Clotilde, ya no me entiendo; no a qué atenerme; ella dice que , lo desea, lo ; pero nunca me trae la respuesta de la muchacha. Y esto es lo que yo deseo. ¿Se compromete usted a darme esta respuesta? Me comprometo. Hablaré con Inés, y la sacaré a usted de dudas. Gracias, Marianela. No hay de qué, misia Melchora.

El poco caso que hace Dios de la plata se nota por la gente a quien se la concede respondo gravemente y un poquito amostazada; pero misia Melchora no comprende este concepto místico, escudo con que los pobres se defienden contra la vanidad de los ricos. Carece, igualmente, de apellido. No, misia Melchora, eso no; lleva uno muy bonito, muy sonoro, muy armonioso: Garaizábal.

Uno de los motivos de envanecimiento de misia Melchora es la existencia actual del duque de Nuezvana, que tiene el derecho, como grande de España, de presentarse cubierto ante los reyes.

El trato social se hace posible a fuerza de limarnos todos un poquito. Bien, Marianela. Volvamos a nuestro asunto. Volvamos, misia Melchora. Mi nieto es bueno; usted le conoce. Yo le he educado muy bien, en Inglaterra y en Francia. Es un muchacho sin vicios. No ha estudiado una carrera porque, gracias a Dios, no la necesita.

En cuanto le ha visto, le ha adivinado el mal. Pero, claro, es un mal en que él no puede hacer nada. En los ojitos apagados de misía Melchora tiemblan dos lágrimas. ¿Y ella? preguntó. Pues ahí está el cuento. No le ha desairado del todo. Pero no le hace tanto caso como al principio. Ahora parece que le rehuye. ¿Qué pretenderá esa niña? No tiene en qué caerse muerta y...

Tengo el mayor gusto en servirla a usted en esto y en todo lo poco que yo pueda. Gracias, gracias. Poco después salía de mi casa la excelente señora, habiendo dejado en ella cierta atmósfera de tradición secular, de enhiesto orgullo, de olímpica y desmesurada soberbia. Señora doña Melchora Ponce del Ebro de Nuezvana.