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Allí estaban la falda negra plegada en menudas tablas con primoroso arte, y el abrigo corto de rico paño gris que tiempo atrás lució Cristeta en el paseo del Retiro, el otro abrigo forrado de seda roja que llevó a la cita en la Moncloa, el cuerpo encarnado con botoncitos de plata que se puso la tarde del teatro, y encima de todo un boa gris y un sombrero negro de ala grande y pluma rizada.

Las paredes las formaban un enrejado de bambú forrado de seda amarilla; el sol, pasando a través de ellas, proyectaba una luz sobrenatural de ópalo claro. En el centro, un diván de seda blanca, de una poesía de nube matutina, atraía como un lecho nupcial. En los rincones, en preciosos jarrones transparentes de la época de Yeng, alzábanse, con su esbeltez aristocrática, lirios escarlata del Japón.

Describía la higuera, de hojas puntiagudas como manos abiertas, cuyo tronco rugoso y gris parece forrado con piel de elefante, y que en las mañanas de sol deja caer de rama en rama un fruto que, al aplastarse en el suelo, abre sus entrañas rojas y granuladas.

Magnífico y sorprendente era el espectáculo que este ejército presentaba, según me dijo el testigo ocular que lo presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual testigo ocular era un viejísimo Flos sanctorum, forrado en pergamino que en el propio estante se hallaba á la sazón. Avanzó la comitiva hasta que estuvieron todas las palabras fuera del edificio.

Calzaba medias azules y zapatillas de «cintos» negros y tenía echado sobre los hombros un gabanote obscuro, forrado de tartán de muchos colores. Nada de corbatín ni siquiera de cuello alto ni planchado.

Lo reclamaba con todas sus fuerzas. Como avaro, era una especialidad. Tenía un armario forrado, donde guardaba sus riquezas, y una porción de baúles pequeños de latón, reforzados con barras de hierro. Alguna vez me permití bromear acerca de sus tesoros, y él me dijo con gran sigilo: Que no te oigan. No vayan a creer que tengo mucho dinero y quieran asesinarme.

La condesa iba ceñida por un riquísimo abrigo forrado de pieles, y ocultaba su rostro, encarnado como una cereza por el fresco de la mañana, debajo de enorme y caprichoso sombrero de paja. Pedro, en traje de cazador, marchaba llevando sobre el hombro una carabina de dos cañones y la de su señora, que era un primoroso juguete encargado exprofeso por el conde á Inglaterra.

Hallábase Jacinta en un sitio que era su casa y no era su casa... Todo estaba forrado de un satén blanco con flores que el día anterior había visto ella y Barbarita en casa de Sobrino... Estaba sentada en un puff y por las rodillas se le subía un muchacho lindísimo, que primero le cogía la cara, después le metía la mano en el pecho. «Quita, quita... eso es caca... ¡qué asco!... cosa fea, es para el gato...». Pero el muchacho no se daba a partido.

Para llegar a su camarote era necesario pasar por nuestra cámara, en donde dormíamos gentes de su confianza, y luego seguir por un pasillo en zig-zags, forrado de hierro, con agujeros pequeños y redondos para disparar por ellos en caso de ataque.

El gabinete, también de gran tamaño, con un balcón a la calle de Santa Lucía y dos al jardín, estaba peor decorado aún. Grandes cortinones de damasco, dos armarios de roble sin espejo, un sofá forrado de seda, algunos sillones de vaqueta, una mesa redonda en el centro y algunas sillas correspondientes al sofá; todo bien manoseado y marchito.