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Se levantó buscando la puerta; corrió hacia ella despavorida. El terror le daba alas. Entre tanto el anciano gritaba: «Insultándome, , sin respeto a mis canas, a mis sufrimientos de padre... ¡Oh, Señor! Perdónala, perdónala, Señor, porque no sabe lo que se dice». Isidora salió al pasillo cuando llegaba el Director, que al instante comprendió la causa de su miedo.

Tambien cayó su cabeza, Mas al descender marchita Tembló la turba precita, Y despavorida huyó: Los esclavos van cobardes Cruzando por los desiertos, Y los libres quedan muertos Sobre el campo del honor. Gloria y honor y laureles Al que muere batallando, Y que sus ojos cerrando Aun exclama: Libertad!

Por la galería abierta, la luna entraba en el cuarto, una luna triste de otoño asiático, dando a los dragones colgados del techo, formas y semejanzas quiméricas. Me levanté, ya nervioso, cuando una silueta alta e inquieta, apareció a la claridad de la luna. ¡Soy yo, señor! murmuró la voz despavorida de Sa-Tó.

Carmencita tendía desolada sus manos en las tinieblas, a tientas en su senda, otra vez nublada por densa nube. Así andando, despavorida entre la sombra, llegó a la parroquia de la aldea, y se arrodilló delante de un confesonario.

Acercó el rostro hacia el sitio donde debía de estar la cabeza de la dama, y dijo muy quedo: Joaquina, Joaquina. No despertó. Joaquina, Joaquina repitió. Tampoco hizo movimiento alguno. Entonces la sacudió levemente por el hombro, llamándola de nuevo. La dama dio un grito y despertó despavorida. ¡Jesús! ¿Quién es? ¿Quién va? No te asustes, soy yo dijo con voz débil el mayorazgo.

Y la pequeña expedición, que sólo iba a la descubierta, sin haber hecho preparativos de guerra, huía río abajo despavorida por esta tragedia. El duro Oviedo, historiador y hombre de combate, apenas se apiadaba del infortunio de Solís al hacer su relato. Le parecían naturales estas catástrofes siempre que se enviasen hombres de mar al descubrimiento de las nuevas tierras.

Pensó que le había matado y huyó despavorida por la mina y quedó envuelta al instante en completa oscuridad. Sin embargo, marchaba, marchaba siempre. No pensaba en su situación, sino en la muerte que acababa de cometer. Pero las tinieblas se espesaban y sus pies iban dando tropezones, hasta que al fin cayó. Alzóse y siguió marchando y volvió á caer y tornó á levantarse.

La buena señora, que quizas conciliaria dificilmente el sueño, agitada por espectros y fantasmas, dispierta al retumbante ruido: levántase despavorida, corre presurosa de una á otra parte; ve en los aposentos desiertos alguna luz, por la sencilla razon de que nadie cuidó de cerrar las ventanas, y por ellas penetran los rayos de la luna; por fin llegan á sus oidos las voces misteriosas que no debieron de ser mas que los silbidos del viento, los crujidos de alguna puerta mal segura, y tal vez el remoto maullo del malandrin que salido por la buhardilla se va á trabar refriegas por la vecindad, sin pensar que sus maldades tienen en congojosa cuita á su dueña y bienhechora.

Sintió ruido cerca, gritó, alzó la cabeza despavorida... no tenía duda, una zarza de la loma de enfrente se movía... y con los ojos abiertos al milagro, vio un pájaro obscuro salir volando de un matorral y pasar sobre su frente. La señorita doña Anunciación Ozores había llegado a los cuarenta y siete años sin salir de la provincia de Vetusta.

La fugitiva cabra, temerosa y despavorida, se vino a la gente, como a favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el cabrero, y, asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y entendimiento, le dijo: ¡Ah cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa?